jueves, 10 de marzo de 2005

No hay dos sin tres

Cuando mi hermano murió tenía 18 años y yo cinco y medio más que él. Empezábamos a llevarnos bien, después de la mutua ignorancia a la que nos condenaba la diferencia de edad. Aunque murió de cáncer (teratoma embrionario), me sentí culpable por sobrevivirlo. Sólo con los años, y después de muchos años de terapia y muchísimos libros leídos, pude decidir que mi hermano se había muerto porque quería morirse (o porque no sabía que hacer con su vida). Hoy tendría cuarenta años recién cumplidos (el 10 de febrero) y no sé qué haría, porque fue bien poco lo que alcanzamos a entrever de su posible futuro. Mi mamá, cada tanto, saca a relucir al que yo llamo "el niño muerto". Es nuestro propio fantasma familiar y todos sabemos que nos será imposible liberarnos de su presencia inmoderada.
Perder a un hermano en una catástrofe acuática como la que se llevó la vida del hermano de Álvaro debe de ser mucho más traumatizante, sin embargo. Para él, que lo sobrevivió por el capricho de los acontecimientos, y para su madre, que seguramente (y no sin cierta razón) se habrá considerado responsable de la muerte de su primogénito.
¿Qué iban a hacer, sino huir cuanto pudieran del recuerdo atroz que los perseguiría por los siglos de los siglos? La madre de Álvaro decidió volver a San Juan, de donde nunca debió salir, pensaba, olvidando que allí había perdido en un instante todo lo que la ataba a la vida, cuando un terremoto provocado por la cólera de la Difunta Correa atravesó las montañas y desmoronó sobre su familia entera y 10.000 personas más una lluvia de concreto, hierros y alambres retorcidos. A la cabeza de su padre, literalmente, se la tragó la tierra.
Volvieron a Caucete, donde apenas si fueron reconocidos por sus antiguos vecinos, y se instalaron en los fondos de una fábrica de pastas caseras, donde tanto Álvaro como su madre podían trabajar a cambio de una módica remuneración y el alojamiento.
Álvaro ha investigado las circunstancias que rodearon su regreso a su ciudad natal desde todos los puntos de vista y pone a ese viaje "Bajo el signo de Saturno" porque en noviembre de 1977 Saturno estaba en conjunción exacta con el Sol. Y, como Urano (en conjunción con Venus y en cuadratura con Marte) era, por esos días, regente del cielo de Caucete, interpreta que su uranismo pasó de la virtualidad o la latencia al acto por la fuerza de los astros.
El 22 de noviembre, Álvaro había acompañado a su madre al Santuario de la Difunta Correa para dejar unas flores en conmemoración del cumpleaños de su abuela, quien de haber estado viva, ese día habría cumplido 90 años. Almorzaron en un uno de los chiringuitos que ya entonces se desparramaban por el valle, y volvieron a Caucete a tiempo para que su madre cumpliera con sus obligaciones de media jornada en la fábrica de pastas y él pudiera aceptar el convite de Martín, un aprendiz de albañil mayor que él (tenía 17 años, cinco más que Álvaro), que desde hacia semanas venía tratando de convencerlo de que se fueran a pescar a una represa cercana, en carpa, para pasar la noche.
Álvaro aceptó sobre todo porque desde el mediodía su madre se mostraba "saturnina", presa de una melancolía completamente comprensible pero que a veces se les hacía a los dos un escollo insalvable para la convivencia. "Hay tanta muerte, hay tantos acontecimientos funerarios", murmuraba su madre en esas ocasiones en que se ponía a amasar, junto con la pasta, su pasado funesto. Además, como él no era creyente, había acompañado a su madre al Santuario cediendo a sus ruegos, pero se había aburrido durante todo el trayecto y también mientras permanecieron en la cola de los fieles, los que venían a cumplir promesas o a reclamar pedidos incumplidos. Aunque miró con curiosidad adolescente (es decir: malsana) las montañas de muletas y sillas de ruedas que la gente dejaba como señal de agradecimiento y recordatorio de los milagros que a la Difunta se debían, sintió él también algún desasosiego del espíritu (o de la carne: a sus 12 años edad no tenía manera de ser mucho más preciso) que confundió con mero aburrimiento y pensó que la excursión que su amigo le proponía era la solución para un día amargo.
Salieron poco después de las 5 de la tarde con sus cañas y mochilas y al atardecer ya estaban instalados en medio de la nada (la gran represa de Ullum sería inaugurada años después y entonces la zona estaba dominada por pequeños embalses que usaban los agricultores para el riego de sus fincas).
No importa sobre qué hablaron (y tampoco lo sé). Lo cierto es que la madrugada del 23 de noviembre de 1977, Álvaro se encontró a si mismo aullando de placer, ensartado por el culo por su amigo, dueño de una verga escandalosamente gruesa y una pericia para la penetración anal que era exactamente lo que Álvaro, el pequeño uranista, necesitaba para liberar la mala energía acumulada durante el día previo. Después de las primeras aproximaciones, hacia la medianoche, el albañil empezó a darle con todo y no parecía que fuera a parar en mucho tiempo. Álvaro cerró los ojos y vio sucesivamente la cabeza de su abuelo muerto (al que nunca había conocido sino por fotos viejas) y una esfera del tamaño de una pelota de golf que empezó a crecer hasta convertirse en una bola incandescente de
12,50 metros de radio.
En ese preciso instante (las 6 y 26 minutos con 23 segundos), que coincidió con la detonación de la verga de su amigo, que gritaba que le iba a llenar, por puto, el culo de leche, la tierra empezó a temblar y la cólera de la Difunta Correa se abatió, por segunda vez, sobre los Bustos. Caucete quedó destruida (en la foto, fuera de la grieta, se ve a Martín acompañado de un compañero de cuadrilla) y, una vez más, fue por la intervención de la Difunta vengativa, que no le iba a perdonar a la madre de Álvaro que no hubiera sabido o querido rescatar a su primogénito del naufragio en el Río de la Plata, que le hubiera negado el privilegio de que uno de sus descendientes tomara los hábitos y se encargara de hacerle compañía en ese lugar de locos donde todo el mundo venía a pedirle cosas y siempre fuera poco, para ella (que murió de sed y se manifestaba como un ser de sobrenaturalmente sediento), lo que a cambio le ofrecían.
La madre de Álvaro murió en su cama, aplastada por la raviolera industrial que cayó, junto con el techo del cuarto, desde la planta alta donde funcionaba.
De todo esto se enteró Álvaro poco después, durante el día, cuando comprendió que el estremecimiento de la tierra nada tenía que ver con los goces que había experimentado esa madrugada en la que Saturno y Urano, Venus y Marte se habían divertido en la preparación del escenario para una nueva actuación de la Difunta.

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