viernes, 27 de marzo de 2020

Diario de la peste, día 10

(anterior)

Los perros se aburren. Por la calle no pasa nadie y no tienen a quién ladrarle. Se han acostumbrado a estar adentro de la casa y a la noche no quieren salir. ¿Para qué?
No queremos infundirles el temor al "estallido social", pero empezamos a preocuparnos por la seguridad. De todos modos, entendemos que la gente entrará a robar antes en los supermercados que en las casas.
Efectivo no tenemos. Hemos visto las largas colas en los cajeros automáticos (dos o tres cuadras) y decidimos abstenernos de esos espacios anti-higiénicos. ¿Tocar botones contaminados para obtener dinero infectado?
No sabemos cómo cobrará la jubilación mi mamá. Por el momento nos arreglamos con lo que hasta ayer nomás era el cuco de la Nueva Argentina: Mercadopago.
Lo cierto es que la gente de nuestro barrio la está pasando mal. Y la paciencia empieza a acabarse: en la verdulería, David ya no hace chistes ("estas nueces se las olvidó un italiano que pasaba") y nos recriminan que concurrimos de a dos (por familia) a hacer la compra (lo que es falso, porque yo voy a la carnicería mientras Sebastián va a la verdulería, para acortar los tiempos de exposición al Mal Absoluto). Todo el mundo está perdiendo la paciencia ante el sinsentido de un experimento social del que participamos a regañadientes.
Nos dicen que más tarde o temprano, todos nos contagiaremos. Nos dicen que si nos lavamos las manos no nos contagiaremos. Entonces: ¿por qué la clausura total? Para salvar al sistema sanitario. Sea.
Hoy nos enteremos de que los parquistas y pileteros pueden volver al trabajo. Lo llamo a Dante para que corte el pasto. Nos encerramos mientras hace lo suyo. Algunos mosquitos menos.
Luego desinfectamos el portón. En otras épocas hubiera sido un gesto clasista intolerable, y en el fondo sigue siéndolo, pero estamos autorizados a desempeñarlo, una y otra vez.
Ahora dicen que a los varados en el mundo van a repatriarlos en cuentagotas. De otro modo se produciría una crisis humanitaria de considerables proporciones. 
Las provincias se siguen cerrando, las ciudades también. Al periodismo patrullero se suman los balcones botones (en todo el mundo):

“¡Vete a tu puta casa!”, le gritaron desde un balcón a Irene, médica de familia en Madrid, cuando iba de camino a la casa de un posible contagiado por coronavirus. Antes del grito, le habían arrojado un huevo, que no la alcanzó.



Al menos, empieza a haber conciencia del carácter fascista de lo que nos están obligando a hacer. Ya la gente empieza a hablar del "modelo coreano", del "modelo alemán", del "modelo sueco".
Yo lo único que sé es que extraño enormemente a mi nieta:




(continúa)

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