lunes, 27 de septiembre de 2010

La imagen fantasmática

Por supuesto, la pregunta de ese católico alucinado un poco me sublevó y otro poco me escandalizó (porque parecía dirigida a la persona indicada), pero sobre todo: me llenó de curiosidad: la casualidad quería (en fin, la coacción de la Ley o del azar, según se prefiera) que yo me encontrara en una inmejorable disposición para debatir con la seriedad del caso la posibildad de que Gino Landi (el que ante mí se había presentado) no hubiera sido Gino Landi (la consistencia biodegradable que S. había conocido en su infancia y que tan injustamente había asignado a un experimento estético de la Dictadura) sino un espectro, una concentración ectoplasmástica metamorfoseada para el caso. En fin... todo era extramadamente dudoso, ¿pero qué otra cosa podíamos hacer sino evaluar las implicancias de lo que nos decía, de lo que pretendía que creyéramos Dino Compagni ("Gino", "Dino": se dirá que elijo deliberadamente nombres que me permitirán luego jugar con los significantes, pero juro que no es así: la coincidencia fonética parcial debería eximirme, precisamente, de toda sospecha), ese guía especializado en catacumbas romanas y, en particular, en las catacumbas en las que reposaban los restos de nuestro amadísimo Sebastiano.



Credere ai fantasmi, credere ai fantasmi... ¿Qué había que entender en ello? Por supuesto, lo primero que le comenté a Dino fue que mi penúltimo libro se llamaba, precisamente, Fantasmas. Imaginación y sociedad y que había tratado, allí, de sostener una fantasmología.
Pero de allí a sostener alguna creencia en los espectros, condensaciones de energía o misteriosas transformaciones de los muertos en sobrevivientes a sus propios acontecimientos funerarios había una distancia infinita.
(¿Por qué, me preguntaba, además, una y otra vez se me pretendía enfrentar con los límites de mi propio pensamiento?).
Dino negó con la cabeza: naturalmente, el no pretendía que yo creyera en las supersticiones que la literatura ha echado a correr por el mundo. En primer lugar, me dijo: los fantasmas no son espíritus en tránsito ni nada que se le pareciera. Había una dificultad para pensar la consistencia del fantasma, y esa dificultad tenía que ver con la imposibilidad para conceptualizar lo ilimitado, lo que no es (ni puede ser, por principio) discontinuado. Un fantasma no es "el alma" de un cuerpo: ese dualismo es lo que el Cristianismo quiso negar desde un primer momento y por eso enfrentó con todas las armas a su alcance las herejías gnósticas.
Hay, cuerpos vivientes, puntualizó Dino, hasta cierto punto. Como todas las formas de vida, ésas tambien mueren. Le aclaré que en eso yo estaba de acuerdo, por cierto, y que incluso había insinuado que había que tratar las imágenes como formas de vida, para poder dar cuenta de su potencia. "¡Pero eso es animismo!", exclamó Dino. No, no: los fantasmas no son ánimas. Nada que ver: son condensaciones de energía pura que, de tan concentrada, llega a materializarse. Pero como la energía es amorfa (o informe, no recuerdo qué palabra utilizó), esas materializaciones pueden adoptar cualquier morfología. Una aparición fantasmática, pues, es una condensación y una materialización que, para poder formarse, necesita de un estímulo: el pensamiento o el deseo de alguien.
"¿Me daba cuenta?". Claro, intervino S., que siempre ve ese programa de cable donde hay unos plomeros que examinan casas en busca de fantasmas y que sabe, por lo tanto, muchísmo sobre el tema (aunque en su vertiente más chatarrera): "¡como vos estabas escuchando el disco de Mina, la energía se materializó con la forma de Gino Landi!".
Esbocé un gesto de disgusto: ¿por qué no con la forma de Mina, directamente? La razón era obvia incluso para mí, que me di cuenta casi sin haber terminado la frase: ¿Quién sabe cuál es hoy la forma de Mina?
El debate siguió senderos cada vez más específicos: ¿pero entonces, la energía fantasmática sabe? ¿Hay un saber del fantasma? ¿Las condensaciones ectoplasmáticas (si se trataba de eso) eran permanentes o transitorias? ¿Se disolvían los fantasmas en ese vacuidad de espacio y tiempo característica de sus condiciones de posibilidad?
Preguntas muy técnicas que Dino sólo iba a responder una vez que hubiéramos garantizado que creíamos en lo que nos estaba contando.
Como todavía titubeábamos, nos invitó a acompañarlo a las catacumbas de Sebastiano, a pocos metros de donde yo pasaba (paso) estas semanas extrañas. Como seguramente sabíamos, nos dijo, en las catacumbas está estrictamente prohibido tomar fotografías.
Lo sabíamos y siempre nos había parecido ridículo el interdicto: si no hay casi nada que fotografiar, si no hay casi nada que pudiera arruinarse. De acuerdo, se trata de un lugar sacro, pero ¿acaso no pueden tomarse fotos en los cementerios? ¿Por qué prohibir la misma práctica en las catacumbas, que no son sino cementerios subterráneos?
Es que la caverna, dijo Dino, impide la dispersión de la energía. ¡Cualquier cámara es capaz de registrar esos cúmulos de potencia intentando tomar alguna forma!
Para convencernos, antes de que bajáramos los cientos de escalones que nos separaban de la cripta (ahora vacía) de Sebastiano (sus restos habían sido trasladados a la iglesia construida arriba de los túneles), nos mostró una foto donde, pretendía, a su derecha (el retratado era él, con su tonsura inconfundible) podía verse una formación fantasmática en curso de materializarse.

3 comentarios:

edgardo dijo...

eh si, ai fantasmi crediamo tutti...

Julia dijo...

Gino vuelve a aparecer en el anteúltimo párrafo, es él el que explica la particularidad de la caverna... ¡qué miedo!

Julia dijo...

Oh, volvió a desvanecerse... la aparición de Gino se esfumó tan fantasmal como apareció.
Lo mismo hará mi comentario previo, tal vez.