sábado, 28 de noviembre de 2020

Compartir pantallas

Por Daniel Link para Perfil

Esta semana terminaron las ciberclases, que fueron tan satisfactorias como el cibersexo, el autoteatro o las visitas virtuales a los museos: una burda parodia para llenar el vacío de la espera.

En un texto delicioso, Gilles Deleuze se refería a la proliferación de anuncios en el Apocalipsis de Juan (los siete sellos, las trompetas, los cuatro jinetes, las plagas, etc.) como el “Follies Bergère del Apocalipsis”: un conjunto de pelotudeces a las que nos someten mientras esperamos no se sabe bien qué pero que casi con certeza nos perjudicará irremediablemente.

Las ciberclases nos dieron un trabajo loco (que ni los ministerios ni las universidades reconocerán más que con declaraciones de circunstancias y vestiduras rasgadas porque una dijo no sé qué cosa y otro le contestó no sé qué otra). La cantidad de plata que pagamos en horas de conexión por fuera de nuestros planes de wifi o de datos no tiene número preciso (¿para qué hacer el cálculo si nadie va a devolvernos esos importes?). Ni que hablar del tiempo invertido y los desbarajustes de los calendarios burocráticos.

Les estudiantes (en el nivel universitario) aprendieron más o menos según sus capacidades previas (como sucede siempre) pero hicieron, en todos los casos, enormes esfuerzos por sobrellevar la pedagogía de excepción que tuvimos que proponerles.

Por supuesto, nos enteramos por el correo electrónico de que, mientras sosteníamos lo casi insostenible, en ciertas oficinas se dedicaban a dibujar tareas rentadas y a tomar decisiones por fuera de las decisiones de los órganos de gobierno.

La emergencia se volvió la norma y, como si eso fuera poco, las escuelas nunca pudieron abrir no se sabe bien por qué otra razón más que por la incompetencia de los funcionarios responsables.

Ya está, mejor es mirar hacia adelante. Tal vez la tan cacareada campaña de vacunación nos permita salir de este atolladero. ¡Vamos a volver, mejores!

 

El último pase

por Daniel Link para Perfil

¿De qué otra cosa podríamos hablar? Yo negué a Maradona por lo menos tres veces y se me perdonó esa herejía porque errar es humano.

Todavía me faltaban lecturas. Me di cuenta de que atado a los paradigmas de la teoría crítica, Maradona no podía sino ser el exponente más acabado de la industria de la cultura, con sus adhesiones indelebles y su positividad inanalizable. Después leí otras cosas.

También me faltaban viajes. Cuento el decisivo para mi conversión: en 2008, después de no sé qué congreso europeo, atravesamos el Mediterráneo y llegamos a El Cairo, donde nos esperaba un minibus para llevarnos al desierto por caminos cada vez más precarios. Después de seis horas de adentrarnos en una nada donde ya no importaban ni los idiomas porque no había nada para decir o para escuchar y volvíamos al comienzo de la humanidad, al gesto, llegamos a un oasis donde nos esperaban unas 4x4 que iban a dejarnos en el campamento donde íbamos a pasar la noche, como beduinos.

Atónito y conmovido hasta los huesos, leí el único letrero que había en el medio de la nada del oasis: Maradona Market.

        Foto: Sebastián Freire

 

Entonces me di cuenta de algo evidente para los fieles del culto: su mano no era suya sino de Dios, después le cortaron las piernas. Ese proceso de desmaterialización alcanzó a su nombre, que se acortó a Maradó. Él empezó a referirse a si mismo en tercera persona (porque era otro de quien estaba hablando). En ese lento proceso de apoteosis, a medida que su cuerpo (antes tocado por la Gracia) se volvía más frágil, su cualidad sobrehumana se acentuaba.

Llegó un momento en que empezó a bailar con los números, que fueron hechos para que el universo tuviera un ritmo constante más allá de nosotros, los mortales. Podemos lamentarlo, pero el pase de Maradona al plano de las deidades tutelares no podía haber sucedido en otro momento (1960-2020: 60), el mismo día en que antes habían muerto sus dos partes: Fidel y Ricky Fort.

 

Una cancelación por acá

Por Daniel Link para Perfil

El Manifiesto de la revista argentina de vanguardia Martín Fierro (1924) terminaba con una apelación más marketinera que vanguardista: “¡Colabore Ud. con “Martín Fierro”! ¡Suscríbase Ud. a “Martín Fierro”!” (¿alguien recuerda otro manifiesto de vanguardia que pidiera plata a sus lectores?). El manifiesto lo redactó Oliverio Girondo, cuyos versos todavía tienen alguna gracia. En la revista escribieron también Jorge Borges, Ramón Gómez de la Serna, Evar Méndez, Norah Lange y publicaron sus dibujos Emilio Pettoruti y Xul Solar.

Una maestra mía, la Seño Beatriz, acuñó la expresión “criollismo urbano de vanguardia” para referirse a ese mazacote de arrogancia, xenofobia y racismo. Otra maestra mía subrayó en el último párrafo un error. El texto dice que Martín Fierro “rectifica para él, la sospecha de que hay muchos más negros de lo que se cree”. Debería decir: ratifica. Y ese error, nos decía la Seño Elvira, era el rastro de un esfuerzo para resolver un problema ideológico.

Los “negros” de los que parece hablar la revista son los que se encandilan con cualquier cosa. Pero luego dice: “Martín Fierro sólo aprecia a los negros y a los blancos que son realmente negros o blancos y no pretenden en lo más mínimo cambiar de color”. O sea: los que saben cuál es su lugar. Pero después me enteré de que a partir de 1874, en los Carnavales, había jóvenes blancos que se disfrazaban de negros para bailar el candombe (se los llamaba “lubolos”). Y, al revés, hubo un poeta afroagentino, Horacio de Mendizábal, que acarició el sueño de llegar a Presidente. ¿A quién se le ocurre?

De modo que el asco que siempre me dieron los martinfierristas ahora adquiere un nuevo estatuto: no sólo fueron xenófobos, racistas y oportunistas sino también transfóbicos (enemigos de lo transracial).

No creo que haya que “cancelar” Martín Fierro, sin embargo. Que se estudie en las escuelas y se sepa lo que fueron como grupo.

lunes, 16 de noviembre de 2020

Cartulina (2005-2020)

El domingo pasado (¡ayer!) había tenido una crisis respiratoria ("los domingos pasa todo", nos había advertido Estefania, su veterinaria de cabecera). Nos asustamos bastante y llamamos a Martín, el otro veterinario. Nos aconsejó que le duplicáramos la dosis de antihistamínicos y diuréticos que le veníamos aplicando desde hacía diez días. 

La crisis pasó pero era evidente que Cartulina, nuestra rusita azul, la gata más buena del mundo, ya no aguantaba más. Le pedí que nos hiciera un último favor (en quince años fueron tantos que sería imposible contarlos): que pasara la noche tranquila y yo le prometía que hoy lunes ya ibamos a dejar de molestarla.


Me hizo caso, y durmió toda la noche relajada, entre nosotros. Yo elegí velar su sueño, y por suerte justo habían estrenado The Crown, de modo que podía seguir superficialmente la serie, en maratón nocturna. 

Esta mañana hablamos con los veterinarios y nos dijeron que nos esperaban.  Ella se tomó su tiempo y todavía quiso ir a mearles las piedritas y a comerles la comida a los gatos de mi mamá antes de subir al auto. En la veterinaria, le canté mientras le daban un calmante antes de la inyección letal (me salió "Duerme, negrita", totalmente inadecuado). Después ya no quise ver cómo su cuerpo se transformaba en otra cosa.

Le dije, también, que cuando llegara al cielo de los gatos preguntara por los gatos Molloy (Cartulina no era muy lectora, pero nos oyó hablar mil veces de los mil gatos de Sylvia y ella eligió fotografiarse la mayoría de las veces con Cartu). Eso fue un error, ahora me doy cuenta, porque es seguro que los gatos Molloy maúllan en inglés o en irlandés y Cartulina nunca tuvo cerebro para los idiomas.

Pero seguro que va a encontrarse con Rorro Palmeiro, con los gatos de María Moreno, con la gata de Laura y Martín, con Irma, la gatita de Mariano López o con Sabático, nuestro gato que murió en batalla, o con Piqui. Con Mía, la primera gata mala de mi mamá no creo que se encuentre porque está en el infierno.

Fue feliz en estos quince años, y nos dio tanto amor como el que le dimos nosotros. Cartu: te pido disculpas por haberte obligado a pasar un domingo en crisis. No sabíamos... Fuimos egoístas.

Volvimos a la quinta e hicimos un pozo detrás de las plantas de frambuesas. Nos habían preparado un balde con cal para que los perros no fueran a escarbar la tierra. Niro, nuestro "gran danette" (en la libreta sanitaria le pusieron "gran danés", no entendemos por qué), su mejor amigo, de todos modos, no para de buscarla, olfateando todo el terreno.

Te veremos en nuestros sueños. Descansá en paz.
 


La mujer araña ataca de nuevo

¿Por qué los libros del Siglo XX siguen siendo nuestros clásicos? 

Entre los muchos progresos que el siglo XXI ha realizado respecto de su precedente, no se cuenta el de haber podido construir clásicos literarios de la misma envergadura que los del siglo XX, por su potencia estética, su osadía de pensamiento o su radicalidad política. ¿Qué novela de Manuel Puig nos conviene incluir en ese selecto grupo de libros que todavía, milagrosamente, hablan nuestro tiempo? Probemos con El beso de la mujer araña.

Por Daniel Link para Perfil Cultura

Juan Manuel Puig Delledonne (General Villegas, Provincia de Buenos Aires, 28 de diciembre de 1932) nació en la madrugada del día de los Santos Inocentes en un pueblo asfixiante de la provincia de Buenos Aires. A partir de sus trece años, se instaló con su familia en Buenos Aires para hacer su bachillerato en el colegio Ward de Ramos Mejía. Después, intentó cursar estudios de Arquitectura y Filosofía y Letras y frecuentó las aulas de la Alianza, el British Institute y la Dante Alighieri, de donde surgiría una beca que le cambiaría la vida. A partir de 1956 se instaló en Roma, estudiando en el Centro Sperimentale di Cinematografia. En Italia, encontró a Cinecittà entregada a la pasión por lo Real, el neorrealismo para el que "sólo contaba el conocimiento de la realidad". Bien pronto quedó claro para el joven que añoraba los gestos del período clásico de la cinematografía que sus guiones no iban a encontrar una ecología propicia para transformarse en películas.

Todas las novelas de Manuel Puig son obras maestras. Todas ellas, tienen, además, un modelo libresco. La traición de Rita Hayworth tematiza la vida pueblerina, "un sistema machista total" que produce formas de odio y de muerte. Hay, en esa novela familiar, un instante de identificación con la ficción glamorosa del cine clásico. Pero luego hay un instante de distanciamiento garantizado por la forma novelesca. Una vez, Puig hojeó el Ulises de Joyce y vio que cada capítulo tenía un estilo diferente y decidió que esa mezcla le convenía a La traición. Boquitas pintadas, su segunda novela, toma a La montaña mágica como referencia y al espacio cerrado de la enfermedad (la tuberculosis) como ecología amorosa. Formas de podredumbre (es decir, de hipocresía).

Una y otra vez, de acuerdo con su programa maníaco, Puig se obliga a vivir en esos universos terroristas (donde el terror a lo viviente son la norma) y a sostener esas voces de la discriminación y el odio. ¿Cómo vivir juntos en el pueblo, en la enfermedad, en el mundillo del arte, en la ciudad, en la cárcel o en el cine? ¿Cómo sobrevivir en el mundo sin la asistencia de esos fantasmas benévolos que nos acompañan y nos reconfortan? "Pasión por lo real": así llaman los filósofos a ese deseo de destrucción y de catástrofe que recorrio el siglo XX como una sombra desoladora. Puig fue el más consecuente enemigo de esa pasión que no hizo sino producir formas de muerte.

El programa Puig se deja leer completo desde su primera novela: la renuncia al lugar del supuesto saber narrativo, la identificación total con los personajes. No es que los personajes representen a Puig (porque compartan su lenguaje y sus gustos). Es él quien ha decidido compartir con ellos el universo que habitan (sea éste cual fuere). Jamás la literatura fue tan lejos en una exposición del mundo tan respetuosa de las formas de vida y tan solidaria con quienes estaban, efectivamente, presos del mundo.

La literatura nunca fue para Puig una máquina de hacer novelas sino, sobre todo, un dispositivo ético: la manera de analizar (postular, rechazar) formas de vida y formas de vivir juntos. Imaginada entre Roma, Nueva York, México, Río de Janeiro y Buenos Aires, durante los años en que todas las revoluciones parecían al alcance de la mano, la obra de Puig es el despliegue obsesivo y sistemático de una misma y única pregunta: ¿cómo vivir juntos? El beso de la mujer araña (publicada en Barcelona en septiembre de 1976) es tal vez la novela más dogmática de Puig, y la de mecanismo narrativo más complejo. El modelo es obviamente Las mil y una noches, donde cada historia vale por un día más.

La novela encuentra a comienzos de 1975 a Valentín Arregui Paz, un militante de 26 años (ebrio de deseo de justicia), en una celda a la que ha sido trasladado Luis Alberto Molina (37 años, vidrierista y condenado en una causa por abuso de menores, protegido de Parisi, amigo del director de la cárcel). Molina ha sido trasladado a esa celda con el objetivo de que obtenga de Valentín detalles sobre la organización política de la que participa, que la tortura no ha podido arrancarle en el ya largo tiempo durante el que ha estado detenido. Molina está dispuesto a todo, incluso a traicionar las confidencias de su compañero de celda, para poder salir de la cárcel para cuidar de su madre enferma.

El beso de la mujer araña pone a coexistir dos comunidades más o menos inconfesables: la militancia (que no puede decir su nombre por razones estratégicas) y la homosexualidad (que no osa decir su nombre por razones ontológicas: no hay, y nunca habrá, identidad sexual posible). En ese petit comité carcelario circulan tres deseos: el deseo de belleza, el deseo de justicia y el deseo de verdad (y esos deseos, dice Puig, son el Bien). "Si estamos en esta celda juntos mejor es que nos comprendamos, y yo de gente de tus inclinaciones sé muy poco", dice uno de los personajes. No importa, en rigor, cuál, porque lo que importa es la coincidencia "en esta celda juntos": es la celda lo que establece el punto de juntura entre personas cuyas inclinaciones son tan misteriosas para el otro que cada diálogo, que comienza con una secuencia de encantamiento cinematográfico (o un fragmento de vida que se escucha igual que una película) se resuelve en una discusión antropológica para principiantes: "qué es ser hombre, para vos".

A los habituales intercambios conversacionales y a la reproducción de documentación (informes de la policía), Puig agrega en este caso notas al pie que reproducen el kitsch cientificista y psicologizante de las torpes teorías sobre la sexualidad humana. Frente al loco deseo de belleza que se escucha en la voz de Molina, un desesperado deseo de verdad que viene desde el fondo de la página. Puig inventa para esas notas a una doctora danesa, Anneli Taube, a quien le presta sus ideas para polemizar con el Frente de Liberación Homosexual (el niño sensible se aparta deliberada y estrategicamente del universo héteropatriarcal que la figura del padre le propone).

El beso de la mujer araña permanece y su mundo se mezcla con la nuestro: su perspectiva y la nuestra se confunden, y esa confusión se funda la excentricidad del dispositivo. Excéntrico, populista: ése el Puig al que cada tanto vuelvo con el mismo placer que sentí la primera vez que lo leí y cada vez encuentro cosas nuevas.

Por supuesto, cualquiera sabe que el sentido de un texto está incompleto hasta que encuentra a sus lectores. Lo que yo había interpretado (junto con otros) como una cárcel imaginaria sustentada en “el penoso teorema de la inversión: anima muliebri virile corpore inclusa” bien podría leerse hoy, más de cuarenta años después, como una teoría ya no sobre la sexualidad sino sobre todo de las identidades trans. ¿Acaso no se presenta Molina de ese modo?: “Yo y mis amigas somos mujer. Esos jueguitos no nos gustan, esas son cosas de homosexuales. Nosotras somos mujeres normales que nos acostamos con hombres” (para quien quiera seguir esta pista, el asunto estaba planteado, casi literalmente, y Puig lo sabía, en Roberto Arlt). 

A medida que El beso de la mujer araña fue instalándose con comodidad creciente en esa avenida de sentido imprevista por lectores previos se desanudó absolutamente de sus tiempos y vino a comentar los nuestros. No hay tantos textos que consigan algo semejante.

 

sábado, 14 de noviembre de 2020

Educación y cultura

 Por Daniel Link para Perfil

Hemos deplorado la separación gubernamental entre educación y cultura, que es un combo tanto más armónico que cultura y turismo, por poner sólo un ejemplo.

¿No es la educación lo que garantiza el acceso a la cultura? ¿No es, acaso, el cultivo de las mejores potencias de las personas aquello que debería constituir el norte del sistema educativo?

Pero es inútil subrayar un diferendo contra esa ya larga desasociación cuyos efectos, sin embargo, son cada vez más alarmantes. Pongo un ejemplo.

En estas últimas semanas se discutió bastante el “Proyecto Artigas”, patrocinado por Juan Grabois, entre otros. La prensa porteña festejó con algarabía su “derrota” (fue la palabra que el propio Grabois utilizó) en el episodio Etchebehere, pero más allá de ironizar sobre la moda que ponía en primer plano a un prócer casi desconocido en Argentina, no abundó en caracterizar ese nombre, Artigas, y su papel en las luchas de la independencia y la constitución de las repúblicas sudamericanas.

No es sorprendente: la incultura va de la mano de la deseducación.

Oficial del cuerpo de Blandengues, José Gervasio Artigas (Montevideo, 1764-Asunción, 1950) luchó contra los ingleses, los portugueses y los españoles. El 29 de junio de 1815 lideró en Concepción de Uruguay la primera Declaración de Independencia (Congreso de Oriente o de los Pueblos Libres). Gauchos, guaraníes, negros y mestizos constituían la base social de la revolución que promovía Artigas.

Antes, había rechazado la resignación de la Banda Oriental a los realistas por parte del Primer Triunvirato y había enviado representantes a la Asamblea del Año XIII con instrucciones de reclamar la Independencia absoluta de España, organizar el estado federalmente y fijar la capital fuera de Buenos Aires, ese nido de serpientes. Los representantes de la Logia Lautaro en la Asamblea (liderados por Alvear) rechazaron a los delegados de Artigas.

Desde 1814 Artigas estuvo en guerra contra el Directorio porteño. No era para menos: su federalismo proponía la recuperación de los antiguos fueros de las autoridades comunales, integradas al gobierno nacional, y abogaba por la expropiación de la tierra a los terratenientes para distribuirla con criterios según los cuales “los más infelices serán los más privilegiados” (negros libres, zambos, indios y criollos pobres).

El Directorio unitario no sólo le mandó tropas, sino que permitió al Imperio Portugués la invasión de la Banda Oriental (1816).

Derrotado, Artigas se refugió en Entre Ríos, donde todavía debió sufrir la traición de Francisco Ramírez. Murió en el exilio paraguayo.

La reasociación de educación y cultura serviría al menos para discutir el destino más justo para la tierra cultivada y para decidir a qué proyecto (del pasado y del futuro) se adhiere, con la necesaria distancia crítica que la educación provee. 

 

miércoles, 11 de noviembre de 2020

Halcones y palomas

por Daniel Link para Perfil

Tal vez haya algo que se me escapa pero no puedo entender la antipatía que ciertos sectores políticos ostentan contra las compañías low cost y contra el aeropuerto de Palomar. 

Lo primero es respetar las regulaciones comerciales y sanitarias y establecer los controles necesarios para garantizar el correcto funcionamiento de los aviones y del aeropuerto. Pero el asunto no parece pasar por ese lado sino directamente por un principio trascendental (cuyos fundamentos se me escapan) contra cualquiera otra compañía que no sea Aerolíneas Argentinas, lo que es no sólo un disparate sino sobre todo un abierto castigo a los posibles beneficiarios de los vuelos de otras aerolíneas. Después de todo, uno quiere volar lo más cómodamente posible y por el menor precio disponible y punto. Volar por Lan (cosa que creo que ya no podremos hacer) no me parece equivalente a pegarle a la esposa o faltarle el respeto a la madre, como parece ser el caso. 

Yo he usado muchas compañías low cost en Europa. Todas, siempre, me resultaron más baratas y además muchas veces unen de forma directa ciudades que las grandes aerolíneas de bandera no conectan (por ejemplo, viajé de Antalya a Leipzig en un vuelo directo).

En Argentina nunca tomé ninguna low cost porque no se me presentó la oportunidad y, por lo tanto, no conozco el aeródromo del Palomar, que ahora los halcones han puesto en su mira. Me da bronca, porque va a convertirse en uno de esos míticos lugares malogrados del que todo el mundo escuchó el nombre pero nadie conoce. 

Parece que a los sindicatos aeronáuticos les molesta el Palomar. Insisto que el asunto no puede resolverse sencillamente mediante una cancelación: hay un problema, cerremos el aeropuerto y obliguemos a las compañías que en él operan a que se vayan. Es como si, porque hubo una serie de choques en una autopista la cerraran o como si, porque hay muchas tomas en el Conurbano, la policía saliera a cuidar terrenos baldíos de noche (ah no, cierto: es verdad que eso lo están haciendo). 

Si yo tuviera mañana que volar, digamos, a San Rafael (Mendoza) me gustaría comparar los vuelos disponibles y, dado que estoy viviendo donde en este momento estoy viviendo, si hubiera un vuelo desde Palomar me quedaría mucho más cómodo que salir de cualquier otro aeropuerto. 

Me parece que la gente que anda metida en los asuntos regulatorios en su vida tomó un vuelo low cost y no sabe los beneficios que implican.


Una charla con Mauri



         (pueden ver en los comentarios del video, el vínculo para el audio en italiano)

En instantes... se acaban las localidades para la charla de mañana

 

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