viernes, 27 de agosto de 2021
martes, 24 de agosto de 2021
Revolución y reformismo
Por Daniel Link para Perfil
Alguna vez Quique Fogwill, a quien tanto extrañamos, se maravilló cuando le dije que estábamos haciendo nuestra tercera casa. “Hacer” es una exageración para denominar los procesos de reforma que afectaron al departamento capitalino que es nuestro domicilio principal, al departamento secundario que ahora funciona como estudio fotográfico y la media casa quinta de cuyo uso nos beneficiamos. “Yo destruí la misma cantidad de casas”, me dijo entonces Fogwill y en su tono no leí ni culpa ni arrepentimiento pero sí un poco de melancolía, como si ya no fuera capaz de excesos tales.
“Destruir” y “construir” pueden considerarse polos de una misma dialéctica. Marx escribió en 1853 en su casa londinense que “Inglaterra tiene que cumplir en la India una doble misión destructora por un lado y regeneradora por otro. Tiene que destruir la vieja sociedad asiática y sentar las bases materiales de la sociedad occidental en Asia”.
No es nuestro punto de vista que, en eso, abominamos del modernismo. Nos gusta hacer con lo que hay: cambiar la función de un cuarto, rehabilitar un baño, transformar un placard en un escritorio (los míos están a menudo en antiguos placares y siempre en “cuartos de servicio”).
Ahora hemos emprendido un nuevo proceso de reforma en un departamento marplatense que no es nuestro pero cuyo estatuto jurídico es tan complejo que su presunta dueña nos dejó hacer lo que quisiéramos con él.
La primera vez que lo visité quise pegarme un tiro en el paladar: estaba destruido (tal vez por eso pensé en Fogwill). Vendimos algunos muebles y refuncionalizamos otros (la cómoda del dormitorio es ahora el “centro de entretenimientos” de la sala, esas cosas). Hicimos una mesada de venecitas sobre la ruina que había en la cocina.
Reservamos para el final el cuarto de servicio, donde estará mi estudio marplatense. Ahí no hay placares, pero ya imagino cómo me las ingeniaré para que quepa mi escritorio y, por si acaso, un catre para las visitas.
Lo que era lavadero se trasformará en mi salita de lectura y después convertiremos el balcón (con una vista horrible a los más feos edificios del centro marplatense) en una terracita donde uno pueda sentarse a ver el mar, allá a lo lejos, trago en mano.
Para que esos proyectos funcionen hay que amar lo existente. Y sí, amamos Mar del Plata, amamos Constitución y General Rodríguez como Marx fue incapaz de amar (iba a poner la India, pero creo que no hace falta).
sábado, 21 de agosto de 2021
Gestos vacíos
Por Daniel Link para Perfil
Cualquier ciudadano de bien en los Estados Unidos reconoce que el embargo económico a Cuba es un gesto vacío o, en el peor de los casos, una concesión a los grupos anticastristas de Florida, cuyos votos son siempre una de las grandes intrigas en cada elección. Sólo así se explica la incomprensible política que al respeto sostiene la administración Biden, mucho más cerca de Trump que de Obama.
El embargo es absurdo primero por su ambigüedad (USA es uno de los principales exportadores a Cuba: alimentos, maquinaria agrícola, medicinas) y, en segundo término, porque sus efectos a lo largo de los últimos sesenta años han sido nulos para evitar la vulneración de los derechos humanos y el aumento de las arbitrariedades políticas en una isla que ahora, además, se ha declarado víctima del cambio climático y al borde de la desaparición.
Si el nivel del mar sube dentro de veinte o treinta años como está previsto, es probable que Cuba no desaparezca del todo. Florida, en cambio, con sus cayos incluidos, sí. Miami Beach se encuentra entre 60 y 120 centímetros por encima del nivel actual del mar y gran parte de la península es un pantano. La presión subterránea de la marea ya compromete la provisión de agua potable.
Más valdría abandonar los gestos vacíos y entender que la estupidez y el capricho son amenazas tanto para unos como para otros.
Si lo que nos preocupa es el sufrimiento del pueblo cubano, es claro que el bloqueo lo incrementa y puede llegar a provocar una catástrofe sin precedentes.
sábado, 14 de agosto de 2021
El idioma salvador
por Daniel Link para Perfil
Un amigo (un poeta) me pasa un poema de Roque Dalton, el gran salvadoreño que abrazó la causa comunista, que estuvo preso y fue expulsado de su país, que vivió en Chile, en Cuba, en la entonces Checoslovaquia, en México, que se peleó con la nomenclatura cultural cubana, y que murió asesinado en 1975 por sus compañeros del Ejército Revolucionario del Pueblo, que lo juzgaron culpable de agente de La Habana, de la CIA, del reformismo internacional y de indisciplina. Todavía no se conoce el paradero de sus huesos.
El poema de Dalton se llama “El idioma salvador” y es una larga retahila de palabras salvadoreñas con sus equivalentes españolas: “serpentina: cerveza. llorona: naranja. perico: aguacate. frailes: huevos. balastre: rancho carcelario. canción: carne. color: café. vasallos: plátanos. san fernando: panza de res. pólvora: arroz. chipopos: frijoles. coronel: pavo. mapin: pan. mora: gallina. sorias: tortillas. pañuza: agua. barniz: salsa, condimento o comida distinta que se agrega al rancho para mejorarlo. lucha libre: fritada de vísceras de buey. desperdicio de alambre: macarrones”.
Dedicado “A los miembros de la Academia Salvadoreña de la Lengua, correspondiente de la Real Academia Española”, dice que sólo hay una lengua redentora, la lengua materna (a la que, sin embargo, todo poeta quiere transformar en otra cosa). Y dice que la lengua materna no es una, y que no se trata de registrar meramente las variantes “dialectales” como desviaciones respecto de una hipotética norma culta sino de hacer pasar el cuerpo por esa lengua amasada por unos pueblos.
Tal vez sin saberlo, Roque Dalton se inscribe en una larga tradición filológica que luchó por la independencia lingüística, en busca de la expresión americana, contra la obsesión de los académicos por un lenguaje único y concentracionario y el odio hacia las diferencias. El bogotano Rufino José Cuervo sostuvo en 1881 que, como al dogma religioso, al lenguaje también lo acecha el cisma y por eso la diferencia debe ser destruida. Ese terror letrado y comercial (porque se trata de garantizar el comercio en un mercado que se imagina ya mundial) fue contestado en 1882 por el cubano Juan Ignacio de Armas, quien puso al español en la misma situación del latín: una lengua madre de la cual se desprenderían por lo menos cuatro idiomas americanos (con un aire de familia). “Buenos Aires”, sostuvo, “va actualmente por delante en la natural formación de un idioma propio”.
Por supuesto, Juan Ignacio fue tildado de extravagante (un poco, porque las etimologías que proponía lo son) y condenado al baúl de lo inservible como un antecedente de la dialectología hispanoamericana, que en su ya centenaria existencia no ha conseguido resolver el mapa lingüístico americano precisamente porque insiste en considerar al español de América una unidad con diferentes variantes. Incluso pese a que algunos investigadores (José Pedro Roma, por ejemplo) han subrayado que muchas veces una población usa un lenguaje ininteligible para profesores que viven a 50 kilómetros (tratándose además de dos comunidades monolingües).
Tal vez sea inútil desasociar el nombre del lenguaje que utilizamos del nombre de la Patria que nos ha tocado en suerte porque esa desasociación (ese desasosiego), como operación filológica, favorecería a quienes piensan la lengua como una materia prima en un paradigma colonial-extractivista.
Las academias de hoy contestan la lección de la Tierra, que se expresa en diferencias puras, y proponen descripciones pluricéntricas. Pero esa disparatada competencia entre lo contingente y lo eterno, entre lo universal y lo particular, entre lo global y lo local sigue desconsiderando la intensidad lingüística y el carácter expresivo del lenguaje que usamos, cuyo nombre ya no debería importarnos, así como no debería importarnos la sanción de quienes sueñan el sueño concentracionario de un español vaciado de toda diferencia.
A mí, por si acaso, hablame en criollo, con todas las intensidades y la expresividad del caso. Y si no llegamos a entendernos por medio de las palabras, siempre nos quedarán los gestos.
sábado, 7 de agosto de 2021
Todos los fuegos el fuego
Por Daniel Link para Perfil
El último jueves de julio ardió la Cinemateca Brasileira. Uno de sus depósitos en Vila Leopoldina (San Pablo) quedó integramente destruido. El fuego se había iniciado en una de las salas de películas históricas cuando una empresa realizaba el mantenimiento de los equipos de aire acondicionado. Se perdieron alrededor de un millón de documentos, incluyendo guiones y copias de películas de los últimos cien años.
Apenas nueve días antes de la catástrofe, el Ministerio Público Federal de San Pablo había advertido del riesgo de incendio. En 2016 la Cinemateca ya había sufrido un incendio en otra sede (Vila Mariana) y en 2020 una inundación afectó la colección de Vila Leopoldina, hoy perdida para siempre.
En septiembre de 2018 otro fuego destruyó el Museo Nacional de Río de Janeiro. En San Pablo se perdieron, en los últimos años, el teatro Cultura Artística, el auditorio Simón Bolívar del Memorial de América Latina, el Liceo de Artes y Oficios y el Museo de la Lengua Portuguesa.
Pero nada se compara con este último hecho que los cineastas, historiadores y trabajadores del sector audiovisual califican de crimen, por incompetencia, omisión o deliberado abandono por parte del gobierno federal.
Ahora, las asociaciones de las que participamos elevan su voz de protesta, pero ya es demasiado tarde. Las chispas de vida que sobrevivían en cada uno de los documentos que guardaba la cinemateca, eso que nos permitía construir y reconstruir unas memorias comunes y situarnos no solamente en el espacio sino también el tiempo, han sido aniquiladas por la espada flamígera que prefiere la ignorancia y el olvido.
Dicen que la culpa es de Bolsonaro, pero para eso hay que ignorar los incendios de 2016 y 2018. La culpa es de toda la corrupta burocracia estatal y federal que no quiso ver ni oir las advertencias. Bolsonaro es el último responsable de esta tragedia, pero otros muchos deberán acompañarlo en en infierno.
viernes, 6 de agosto de 2021
Humanos y lemmings
por Giorgio Agamben en Una Voce vía Artillería inmanente
Los lemmings son pequeños roedores de unos 15 centímetros que viven en las tundras del norte de Europa y Asia. Esta especie tiene la peculiaridad de emprender repentinamente migraciones colectivas sin motivo aparente, que terminan en un suicidio masivo en las aguas del mar. El enigma que este comportamiento ha planteado a los zoólogos es tan singular que, tras intentar dar explicaciones que resultaron insuficientes, prefirieron eliminarlo. Pero una de las mentes más lúcidas del siglo XX, Primo Levi, cuestionó el fenómeno y aportó una interpretación convincente. Damos por sentado que todos los seres vivos desean seguir viviendo: en los lemmings, por alguna razón, esta voluntad ha desaparecido y el instinto que les impulsaba a vivir se ha invertido en un instinto de muerte.
Creo que algo parecido le ocurre hoy a otra especie de seres vivos, la que llamamos homo sapiens. El suicidio colectivo se produce aquí —como corresponde a una especie que ha sustituido el instinto por el lenguaje y un impulso endosomático por una serie de dispositivos externos al cuerpo— de forma artificial y complicada, pero el resultado podría ser el mismo. Los seres humanos no pueden vivir si no se dan a sí mismos razones y justificaciones para sus vidas, que en todos los tiempos han tomado la forma de religiones, mitos, creencias políticas, filosofías e ideales de todo tipo. Estas justificaciones parecen hoy —al menos en la parte más rica y tecnologizada de la humanidad— haber caído, y los hombres se encuentran quizá por primera vez reducidos a su pura supervivencia biológica, que parecen no poder aceptar. Sólo así se explica que, en lugar de asumir el simple y amable hecho de vivir unos al lado de otros, hayan sentido la necesidad de instaurar un implacable terror sanitario, en el que la vida sin más justificaciones ideales se ve amenazada y castigada a cada momento por la enfermedad y la muerte. Y sólo esto puede explicar que, a pesar de que las compañías fabricantes de vacunas han declarado que no es posible predecir sus efectos a largo plazo, porque no se han podido cumplir los procedimientos establecidos, y que las pruebas de genotoxicidad y carcinogenicidad no estarán terminadas hasta octubre de 2022, millones de personas hayan sido sometidas a una vacunación masiva sin precedentes. Es perfectamente posible —aunque en absoluto seguro— que dentro de unos años el comportamiento humano sea similar al de los lemmings y que, por tanto, la especie humana esté abocada a su extinción.