sábado, 25 de diciembre de 2021

Inteligencia y humanidad

Por Daniel Link para Perfil

El sopor del 25 no da para la disección de temas de alta filosofía. Dejo el planteo para más adelante.

Con las sucesivas versiones de Matrix (la última de las cuales acaba de estrenarse) y la proliferación de robots en los chats de whatsapp (atención al cliente, trámites municipales, bancos) ya es evidente que estamos en manos de una “inteligencia artificial” cuya incapacidad para resolver cualquier problema sólo es comparable con su capacidad para amedrentar a las personas.

Vayan como muestra mi últimos encuentros con esas inteligencias bélicas. Una universidad alemana me hace un pago muy módico por unas actividades académicas. El robot del banco me escribe con un tonito intimidatorio: “Estimado cliente: hemos recibido un pago en su cuenta de JOHANN-WOLFGANG-GOETHE. ¿Quién es esta persona en relación con usted y cuál es el motivo del pago? Le informamos que cualquier pago que no contenga un motivo claro será rechazado”. Estoy tentado de responder que le vendí al sujeto alimento para caniches (el animal que el diablo elige para entrar en la casa de Fausto) pero estoy seguro de que con eso me expongo a los robots asesinos que circulan por el mundo.

Ya nadie sabe cómo resolver la mínima cosa pero siempre hay un robot amenazándote. Como éste de una compañía de autos que, porque escribí “Esto parece una burla”, me contestó: “Este espacio está libre de insultos, te invitamos a conversar en otros términos”.

Pienso en Giorgio Agamben y en Massimo Cacciari. Levanto mi copa y les digo: “felices fiestas, chiquis”.

 

martes, 21 de diciembre de 2021

Duda y precaución

 

Y el final agambeniano suelto, para los perezosos:

sábado, 18 de diciembre de 2021

Vivir es jugar un poco

Por Daniel Link para Perfil

Fundación Proa inaugura hoy una muestra deliciosa, curada por Rodrigo Alonso, cuyo nombre lo dice todo: “Arte en juego”. Esa aproximación lúdica al arte argentino que gira en torno a los juguetes de artistas, los juegos y los deportes subraya la mutua implicación entre juego, imaginación y arte.

        La ocurrencia no puede ser más feliz, no sólo porque, como sabemos, la palabra “juego” convoca las ideas de límites, de libertad y de invención sino porque, como también sabemos, hay una mutua implicación entre juegos de lenguaje y formas de vida. Desde los juguetes de artista hasta las lógicas del juego aplicadas al arte, desde los juegos de roles hasta los aspectos lúdicos de las redes sociales y las nuevas tecnologías, todo en esta muestra permite interrogarnos al mismo tiempo sobre el arte y sobre la vida. 

        En sus Investigaciones filosóficas, Wittgenstein había subrayado que no siendo el lenguaje meramente designativo, sino una fuerza y un efecto (un acto de habla o de discurso), se comprende claramente que el lenguaje produzca formas (jurídicas) de vida. La infancia está constantemente producida por juegos del lenguaje. “Puede imaginarse fácilmente un lenguaje que conste sólo de órdenes y partes de batalla. —O un lenguaje que conste sólo de preguntas y de expresiones de afirmación y de negación. E innumerables otros.E imaginar un lenguaje significa imaginar una forma de vida.” 

        Lo mismo cabría señalar sobre el arte, que no representa el mundo sino que lo produce. O, como decía Goya: “El sueño de la razón produce monstruos”. No importa tanto (o sí, pero no tenemos tiempo) la oposición entre sueño y razón, sino el hecho de que un juego de imaginación-lenguaje produce formas de vida (monstruosas, potenciales, hipotéticas). 

        Samuel Beckett escribió como parodia del Génesis en Murphy: “In the beggining was the pun” (“el juego de palabras”). En 1719, Jonathan Swift había propuesto en Ars Pun-ica 79 reglas para componer juegos de palabras. Nabokov, que tradujo al ruso Alicia en el país de las maravillas (se sabe que las diferencias entre las Alicias reposa en los diferentes juegos que las organizan: un juego de cartas, un juego de tablero), se entregó sin pudor a esas pesadillas para los traductores. En Lolita leemos: “Guilty of killing Quilty” (“culpable de asesinar a Quilty”). 

        Por supuesto, no se trata de detenerse meramente en los juegos de palabras, pero si nos interesara el asunto, allí están Oliverio Girondo con sus poemas de En la masmédula (“soy yo sin vos / sin voz / aquí yollando / con mi yo sólo solo que yolla y yolla y yolla / entre mis subyollitos tan nimios micropsíquicos” o Cortázar con su gíglico en Rayuela. 

         Entre los antropólogos que elaboraron teorías culturales basadas en los juegos, Roger Caillois se destaca con Los juegos y los hombres (1967) donde, al mismo tiempo que especifica las actitudes elementales que rigen la dinámica lúdica —competencia, suerte, simulacro, vértigo— examina con el mayor detenimiento la sintaxis posible entre esas cuatro categorías, que a veces pueden mezclarse y a veces no. Caillois considera que los juegos guardan un misterio, precisamente por su estabilidad a lo largo del tiempo y a lo ancho del mundo: “Los imperios y las instituciones desaparecen, pero los juegos persisten, con las mismas reglas y a veces con los mismos accesorios”.  

        Entre la obra visible de Pierre Menard, Jorge Borges le hace enumerar a un narrador infatuado “un artículo técnico sobre la posibilidad de enriquecer el ajedrez eliminando uno de los peones de torre. Menard propone, recomienda, discute y acaba por rechazar esa innovación”. Antes, el ajedrez hindú de cuatro reyes se había transformado en el ajedrez medieval con reyes y reinas. 

        Esa permanencia de lo insignificante, que goza de una continuidad fluida y obstinada, ¿no evoca una dicha parecida a la que vibraba y nos interpelaba en el teatrillo de títeres El escándalo de la serpentina o el Proyecto Las Berninas, para los cuales Arturo Carrera y Emeterio Cerro convocaron a sus amigos artistas? 

        Jugar, imaginar, vivir: no se sabe bien dónde una cosa empieza y otra termina.

 

sábado, 11 de diciembre de 2021

Tecnologías del yo

por Daniel Link para Perfil

Es notable el escaso impacto que la noción de “tecnologías del yo”, acuñada por Michel Foucault, ha tenido entre las disciplinas asociadas con la puericultura y más en general con la infancia. Por supuesto, ese desdén se explica porque esa noción denuncia los obstaculos que las disciplinas (medicina, pedagogía, religión) ponen a la emancipación del self. Las tecnologías del yo “permiten a los individuos efectuar, por cuenta propia o con la ayuda de otros, cierto número de operaciones sobre su cuerpo y su alma, pensamientos, conducta, o cualquier forma de ser, obteniendo así una transformación de sí mismos con el fin de alcanzar cierto estado de felicidad, pureza, sabiduría o inmortalidad”.

Es verdad que Foucault no analiza sistemáticamente la infancia, pero su teoría da por supuesto que el proceso de formación del self está ya capturado desde el comienzo por las disciplinas: “el poder de los hombres sobre las mujeres, de los adultos sobre los niños, de una clase sobre otra, o de una burocracia sobre una población— supone cierta forma de racionalidad, y no de violencia instrumental”.

Hoy vivimos una etapa de transformación radical de las tecnologías del yo porque prácticamente no hay vida que no esté puesta al servicio del registro (fotográfico y videográfico). Una vida sin registro, parecería, es una vida que no merece ser vivida. La realidad ha sido reemplazada por el reality, con sus imperativos sobre el yo.

Véase este pequeño drama del último episodio del reality de mi nieta de cuatro años (que me mandaron ayer). Ella está guardando un trípode y un control remoto en una bolsita de terciopelo negro y dice: “No me agarra el wifi tan rápido”. Su padre le pregunta, esperando desestabilizar el hilo de su pensamiento: “¿Y para qué querés agarrar el wifi?”. Mi nieta (de cuatro años) le contesta: “Para que la música sone”.

El padre, y nosotros con él, dice sencillamente “Ahá”.


sábado, 4 de diciembre de 2021

¡Llegó la navidad!

Por Daniel Link para Perfil

Hay un documental inquietante que Apple+ acaba de poner a disposición del público. Se llama Pelea antes de navidad y cuenta el enfrentamiento entre un fanático ultraderechista que considera legítimo su derecho a organizar un evento navideño en el barrio acomodado al que acaba de mudarse y los vecinos que no ven con buenos ojos que, de pronto, cinco mil personas o más paseen por el barrio de Idaho donde viven para mirar la casa iluminada a full del abogado Jeremy Morris, cantar villancicos, adorar al camello alquilado y tomar un chocolate caliente.

La asociación de vecinos le informa al recién llegado que ese evento viola las reglas de convivencia del barrio (un mamotreto de quinientas páginas) y allí comienzan las hostilidades. Morris convoca a la prensa y se declara perseguido por sus creencias religiosas (es un barrio de ateos, dice, que vulnera la libertad de culto), clama por su libertad amenazada (sus amigos le dan la razón: en Idaho no gustamos del gobierno federal, queremos ser libres, portar armas, rezar a nuestro Dios).

Luego de cinco festivales navideños de ocho días con creciente tensión entre ambas partes, con intervención de las brigadas paramilitares “constitucionalistas” de Idaho, el asunto llega a la justicia.

En primera instancia, la asociación de vecinos (muchos de ellos jubilados de buenos ingresos) es condenada. Luego, un juez federal anula el veredicto y condena a Jeremy Morris, que grita “socialistas” a los vecinos y “comunista” a su abogado a través de la pantalla de youtube donde mira el juicio. Ahora, todo está en manos de la Corte Suprema.

Dirigido magistralmente por Becky Read, el documento es precioso para nosotros porque nos muestra, en un contexto de psicosis americana, los valores semánticos y conflictivos de la libertad, que nunca viene sola, sino siempre acompañada de fantasmas que, entre nosotros, últimamente han adquirido una potencia amenazante.