Un texto de Sylvia Molloy, muy poco conocido, que se publica aquí con traducción de Mariano Siskind.
Fuente: elDiario.ar
Cuando escribí mi primera novela, En breve cárcel,
estaba decidida a borrar todas las referencias espaciales y a que la
acción (si esa es la palabra pertinente) transcurriera en un lugar
vaciado de cualquier rasgo particular y lo más abstracto posible. Este
gesto más o menos pretencioso debía impedir que el lector pudiera
identificar la ciudad o, en este caso, las ciudades, y que entonces
resultaran irreconocibles y por lo tanto algo (no mucho) ominosas. Hacia
el final de la novela, con un gesto tan pretencioso como el anterior,
revelaba de manera arbitraria la identidad y el nombre de las ciudades.
Una de esas ciudades era París, donde había vivido muchos años, la
segunda era Buffalo, donde viví muy poco tiempo, y la tercera ciudad era
Buenos Aires, donde había nacido y pasado más o menos los primeros
treinta años de mi vida. Ahora que lo pienso, creo que mi deseo de
enmascarar esas tres ciudades pudo haber sido menos frívolo de lo que
podría parecer. Sospecho que no quería revelar la identidad de París
porque era demasiado obvio como un lugar de exilio, especialmente para
una latinoamericana. A Buffalo prefería evitarla porque, aunque había
vivido un tiempo ahí, para mí era como la Polonia de Alfred Jarry: c’est à dire nulle part.
A Buenos Aires, se me ocurre ahora, la enmascaré por razones más
complejas. La razón más importante, creo, fue que se trataba de una
ciudad que para mí, durante mucho tiempo, había sido un lugar familiar y
estable, hecho de recuerdos sin duda idealizados que manejaba bien,
pero que con cada uno de mis viajes estaba adquiriendo un aspecto
inquietante. La represión política complica mucho la ilusión aurática.
Es difícil reconocer una ciudad, o lo que una recuerda de una ciudad, si
en cada esquina hay un soldado con una ametralladora.
En breve cárcel termina con la protagonista esperando
en un aeropuerto, aferrada a un manuscrito, a punto de subirse a un
avión con rumbo a una ciudad desconocida. Mi segunda novela, El común olvido,
comienza cuando el protagonista (un personaje diferente) llega a otro
aeropuerto, aferrado a un bolso que contiene una urna con las cenizas de
su madre, que él lleva de regreso para esparcirlas en el Río de la
Plata y así cumplir con su última voluntad. La ciudad, en este caso, sí
está identificada: es Buenos Aires a mediados de los años ochenta. Era
hora de volver a casa –para mi personaje y para mí, aunque los dos
supiéramos que sólo reconocemos nuestra casa cuando la dejamos atrás.
Durante muchos años, cuando enseñaba literatura latinoamericana,
jugué con la idea de diseñar un curso sobre Buenos Aires; un Buenos
Aires fantasmagórico hecho de referencias y citas literarias. Empezaría
en la mitad del siglo XIX con Sarmiento, un Sarmiento que, desde su
remoto San Juan, soñaba con una Buenos Aires que fuera el faro
civilizatorio que salvaría a la Argentina del barbarismo revoltoso e
ignorante, a pesar de que él nunca había pisado la ciudad. En efecto, la
primera vez que Sarmiento vislumbró Buenos Aires fue desde lejos, a
bordo de un barco anclado en el Río de la Plata, en el que estaba por
partir rumbo a Europa. Este defensor de Buenos Aires conocería Rio de
Janeiro, París, Madrid y Roma muchos años antes de llegar a la ciudad
para apropiársela. Después de Sarmiento, seguiría armando esta Buenos
Aires imaginaria construida a fuerza de deseos con Lucio Mansilla que
escribió, durante la década de 1880 en el umbral de grandes olas
migratorias y gigantescas transformaciones urbanas, un emotivo libro de
memorias en el que evoca una ciudad a punto de experimentar cambios
radicales, que todavía era una “gran aldea” que mantenía sus costumbres
coloniales mientras comenzaba a transformarse en una cosmópolis. Después
de Mansilla, pasaría a Borges y su desafiante gesto literario
fundacional de recrear una Buenos Aires ominosa, extraña y marginal; y
después, Alfonsina Storni y sus inconfundibles paisajes urbanos, para
pasar luego a las caminatas melancólicas por barrios obreros de El sueño de los héroes de Adolfo Bioy Casares, y a Rayuela de Julio Cortázar, a mitad de camino entre París y Buenos Aires, y lo fantasmal de La ciudad ausente de
Ricardo Piglia, y quizás a Manuel Puig de quien tomé prestado el título
para este artículo. Nunca llevé a cabo este proyecto de curso, pero
tengo siempre en la cabeza muchos pedacitos de estos textos, y así,
cuando pienso en la ciudad, la imagino como una topografía de citas.
Convertí a Buenos Aires en un reservorio de invenciones literarias.
Podría decir sobre la ciudad lo mismo que Calvino dice sobre París: “es
una obra de referencia gigante, una ciudad a la que se la puede leer
como se lee una enciclopedia”.
Cuando vuelvo a Buenos Aires –y viajo todos los años– trato de que
no se note que no vivo ahí. Y sin embargo, sin importar cuánto me
esfuerce, siempre me descubren. Reacciono sorprendida, cuando tendría
que mostrarme blasé. Veo artistas callejeros en los semáforos
(algunos son niños) haciendo malabarismos mientras los autos esperan que
las luces cambien de color, y ahí es cuando uso alguna expresión
equivocada. “Qué actuación más peligrosa”, digo mientras pasan corriendo
por el costado de los autos pidiendo dinero. “No se preocupe señora,
hacen una fortuna”, comenta mi taxista sin un atisbo de simpatía. “Y
además, son todos serbios”, insiste con un tono enigmático. “Pero, me
parece que usted no es de acá, ¿no?” Voilá: me descubrieron. Como los supuestos serbios, soy víctima de su queja xenófoba. No entiendo nada.
No es que no sepa cómo llegar a diferentes lugares, o que me
haya olvidado el nombre de las calles. Las tengo grabadas en la mente
pero ya no como conocimiento vivo: son parte de un archivo al que acudo
cuando las necesito. Desde lejos, las recubrí del poder que tienen los
talismanes. Me gusta decir sus nombres en voz baja, para adentro. Y
muchas veces, cuando me cuesta dormirme, recito las calles de Buenos
Aires para olvidarme de las preocupaciones que me mantienen despierta:
Charcas, Paraguay, Córdoba, Viamonte, Tucumán. Lo que perdí
definitivamente es mi viveza, mi saber de la calle, y creo que eso no lo
voy a recuperar. A pesar de que lo deseo y lo intento, no paso por
porteña. [...]
Aunque nunca enseñé el curso sobre fantasmagorías de una Buenos
Aires hecha de alusiones literarias y citas prestadas, el proyecto me
persigue. Cuando empecé a escribir El común olvido, la idea del
curso volvió a mí, y dejé que entrara en mi ficción. Quería recuperar
las voces de los otros, reciclar fragmentos y pedazos de textos no
necesariamente memorables o prestigiosos, pero que, por las razón que
fuera, en algún momento captaron mi atención. Quería recuperar
historias, pero sobre todo voces, lo que la gente decía y el tono en el
que lo decía, el parloteo de la ciudad en la que nací y viví en
diferentes momentos de mi vida. Esta reconstrucción –una suerte de
arqueología de chismes y cuentos– no era nostálgica. No sentía que estaba
tratando de invocar un mundo perdido; me estaba divirtiendo. Era un
placer reescribir y volver a contar historias que hablaban de la ciudad
que amo; era una especie de homenaje.
Cuando me preguntan si alguna vez voy a volver a vivir a Buenos
Aires, siempre dudo antes de contestar, nunca doy la misma respuesta, y a
veces ni siquiera respondo. En las semanas posteriores a la caída de
las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001, pensé constantemente en
Buenos Aires, soñé con la ciudad muchas noches seguidas. Estos sueños (o
recuerdos–ya no sé cuál es cuál) eran sobre un pasado lejano, cuando
todavía no sabía que no iba a pasar toda mi vida en Buenos Aires; sueños
(o recuerdos) de voces, casi todas felices, a pesar del ruido de los
helicópteros que volaban sobre Nueva York, que a la vez me traían otros
recuerdos de Buenos Aires, menos lejanos y menos felices. Después del 11
de septiembre el clima de Nueva York se inmobilizó, la ciudad parecía
suspendida en un otoño agradable y soleado, como si el tiempo se hubiese
detenido. Ese año no hubo invierno. Creo que todo esto hizo que me
sintiera desorientada, me parecía que estaba –físicamente– en Buenos
Aires. El clima parecía el de Buenos Aires: primavera en septiembre y
octubre, y verano a fin de año, la proximidad de navidad con olor a
fresias y gardenias. Hasta el perro que ladraba en el edificio detrás
del nuestro en Manhattan se parecía al perro que ladraba en el jardín de
mis vecinos pidiendo que lo dejaran entrar cuando yo era chica. Las
experiencias traumáticas crean el deseo de volver a casa, a cualquier
casa que una se fabrique en cada ocasión, y mi casa inventada en ese
momento fue Buenos Aires, una Buenos Aires que siempre me acompaña. Es
mi manera de volver.
Fragmento de “Afterword: The Buenos Aires Affair”, PMLA, 122: 1 (January 2007), págs. 352 – 356