Después de un año o más, volví al
cine. No es que interesara particularmente la película que iba a
ver, pero la daban en el complejo nuevo debajo de Plaza Houssay,
donde no había estado. Es una cuadra que, para mí, tiene un intenso
significado personal porque cuando era muy joven, durante la
Dictadura cívico-militar, los policías que vigilaban la entrada a
la Facultad de Ciencias Económicas cruzaron la calle y me golpearon
sin razón aparente. Yo hacía tiempo con un amigo para rendir un
examen. Para mi sorpresa él se fue y me dejó solo ante las fuerzas
del orden. Nunca más volví a verlo.
La plaza tuvo varias intervenciones
arquitectónicas. La de 1980 establecía circuitos muy rígidos de
circulación que (nosotros pensábamos) eran especialmente aptos para
la represión de las manifestaciones estudiantiles, que quedarían
literalmente acorraladas.
La nueva versión (después de una
tímida remodelación en 2007 o cosa así) mejora un poco el perfil
que da a la avenida Córdoba. La barranca de pasto que baja hacia el
patio de comidas y los cines le agrega un poco de desnivel a una
ciudad que carece de relieve.
Los cines tienen pantalla muy chica y
todo en ellos funciona automáticamente. Es raro que no haya
boleterías, pero por fortuna hay empleadas muy amables y ansiosas
por ayudar.
Fuimos a ver Flash que
es, según mi ya desvencijada memoria, el primer episodio de Crisis
en las tierras infinitas, un
choque entre la Gesamtkunstwerk wagneriana y los superhéroes de la
pop culture marca DC.
Desde una perspectiva adorniana es abominable, pero desde mi odio
inclaudicable al universo Marvell, está bien.
La Cátedra Libre en Estudios Filológicos Latinoamericanos "Pedro Henríquez Ureña" organizó el panel "Filología, teoría, vida" como conmemoración del centenario del Instituto de Filología y Literatuas Hispánicas "Dr. Amado Alonso", donde se dan cita tanto proyectos de investigación folklórica como de literaturas extranjeras. Contó con la presencia de Nora Catelli (“Joyce sin sus signos. Enseñar los clásicos traducidos”), Ottmar Ette (“Filología polilógica y ecología de la convivencia”) y Jean Bessière (“Des théories littéraires à une ontologie mineure de la littérature et à quelques points d'histoire littéraire contemporaine”). Presentó Daniel Link y tradujo Valentín Díaz.
A continuación, las palabras de presentación:
En el corazón de junio
por Daniel Link
Buenas tardes, les agradecemos la
compañía en este día tan especial. Es Bloomsday en el hemisferio
norte, el día del Ulises de Joyce. En el hemisferio sur, sin
embargo, es todavía un “mes más cruel”, porque conmemoramos
además los bombardeos a Plaza de Mayo, por parte de aviadores
sublevados que, como en Guernica, atacaron inadvertidamente una
población civil indefensa.
La semana pasada se celebraron los
exactos cien años del Instituto de Filología y Literaturas
Hispánicas “Dr. Amado Alonso”, al que venimos a rendir nuestro
tributo. Aclaro el plural: represento a la Cátedra Libre de Estudios
Filológicos Latinoamericanos “Pedro Henríquez Ureña”, creada a
instancias de la actual dirección del
Instituto e integrada por Diego
Bentivegna (quien suma al significado de este día el nacimiento de
su primer hijo, Nicanor), Rodrigo Caresani, Valentín Díaz, Daniela
Lauría y Cecilia Magadán como investigadoras docentes y Francisco
Bariffi, Lautaro Paredes e Ignacio Repetto como investigadoras
alumnas.
Para
nosotras es, pues, al mismo tiempo una obligación y una alegría
participar de este homenaje. Nos sentimos parte de esta institución
centenaria, cuya generosidad intelectual merece subrayarse y nos
gusta inscribir lo que hacemos (o lo que pretendemos hacer) en el
horizonte de tensiones que han caracterizado y caracterizarán al
Instituto. Este panel se explica un poco por eso.
Desde
la decisiva gestión de Amado Alonso al frente del Instituto los
temas locales siempre estuvieron muy imbricados con los desarrollos
de las ciencias del lenguaje y del texto en la tradición europea, de
lo que dan cuenta las traducciones de Bally, de Saussure, de Spitzer,
entre tantos otros.
Es
por eso que convocamos a tres personalidades ilustres, cuya relación
con las “literaturas hispánicas” es más bien remota, pero que
han desarrollado pensamientos decisivos respecto de la filología
general y comparada, los lenguajes, los textos, las historias
literarias, los bordes en que lo literario se cruza o se superpone
con lo viviente.
En el acto central de la semana
pasada, la línea final del acto decía “El lenguaje es la casa”.
Me acerqué a la protagonista del
homenaje, la actual directora del Instituto de Filología de la
Universidad de Buenos Aires, Guiomar Ciapuscio y le repetí, pero con
tono de pregunta: “¿El lenguaje es la casa? Qué final
heideggeriano”. “¿Viste?”me contestó conteniendo las
lágrimas.
Más tarde, desmenuzamos esa metáfora
con los demás integrantes de la cátedra. “El lenguaje es la casa
del ser”, había dicho Heidegger, subrayando el hecho de que (no lo
dice de ese modo, pero se deduce de su aforismo) la política es un
asunto de seres hablantes. Estamos pagando cara esa arrogancia,
pienso, mientras los inusitados calores del mes de junio empiezan a
disolverse en el viento helado que viene de una Antártida que se
descongela de a poco.
Para mí, le digo a Diego Bentivegna,
“El lenguaje es una ventana”, porque es el marco desde el cual
miro el mundo. Percibo y actúo en el mundo desde una determinada
posición lingüística. Él me recuerda una operación crítica de
hace algunos años, cuando opuso “el lenguaje como
casa del ser a la poesía como caza de la lengua”.
La relación de caza
respecto de la lengua supone una predación nómade, no un
asentamiento. Al territorio estabilizado del sedentarismo se opone la
persecución y el agenciamiento con la presa (la lengua como presa) y
los territorios. Ningún sedentarismo, sino más bien una deriva
incesante. Es lo que yo, inspirado por él, llamé castrametari
o castrametación (el arte de disponer un
campamento, algo más duradero que el mero acantonamiento, aunque no
tan permanente como una ciudad).
Claro, me dijo Diego
ahora, “yo creo con Wittgenstein que el lenguaje es un ciudad, con
partes en ruinas y partes en construcción”.
La relación de
predación, de deriva o flânerie
urbana necesita de un territorio más amplio, un afuera, una relación
atenta a la respiración, los movimientos y el habla de los otros: no
una mera política de los seres hablantes, sino una política
ambiental, incluso un “animalismo”.
No importa ponerse de
acuerdo (casa, ventana, o ciudad, qué más da). Lo que importa es
que todo esto nos viene de la frecuentación de la filología y sus
transformaciones en esta queridísima institución y afuera de ella.
Reivindicamos nuestra
filología novomundana, porque quiso y supo articular asuntos de
lenguaje con asuntos de territorio: la pluralidad de lenguas y de
pueblos.
Avancemos ahora hacia una
filología queer, una filología de lo sensible, una ecofilología de
los mundos habitables. Seguimos la exigencia que nos dejó Amado
Alonso, cuando escribió: “América
tiene algo que decir sobre la especial iluminación de problemas
lingüísticos ya planteados y puede por su parte proponer otros de
primera importancia. (...) Pero nos creemos en el deber de ser algo
mas que colectores”.
Un poco desencantado de la vida
ciudadana, voy al acto central de una institución que cumple cien
años y que ha formado parte sustancial de mi formación.
La oscuridad me cobija, me obliga a
relajarme y a entregarme a un ritual de escucha. En algún momento me
sobresaltan unas imágenes que proyectan donde se me ve exultante,
copa en alto, participando de no sé qué celebración.
La línea final del acto dice “El
lenguaje es la casa”. Me doy cuenta de que durante la hora que duró
mi abandono de la realidad, recuperé parte de mi curiosidad por las
cosas dichas.
Aplaudimos, alguien llora. Miro
alrededor y reconozco a algunas personas y a otras no. Me doy cuenta
de la mezquindad de los ausentes que, porque consideran a esta
institución un poco anticuada, se abstuvieron de la celebración. Me
resulta extraño, porque precisamente el anacronismo, ese rasgo
desdeñado por los snobs (que repiten inmutables los dictados de las
modas intelectuales neoyorquinas), es lo que más me atrae de ese
sitio, de esas personas, de los discursos que sostienen, con los que
yo mismo entable relaciones de intensidad crítica pero que no podría
abandonar nunca.
Me acerco a la protagonista del
homenaje, la actual directora del Instituto de Filología de la
Universidad de Buenos Aires, Guiomar Ciapuscio. Le repito, pero con
tono de pregunta: “¿El lenguaje es la casa? Qué final
heideggeriano”. “¿Viste?”me contesta conteniendo las lágrimas.
Más tarde, comentando el veredicto con
mis amigos, desmenuzamos esa metáfora. “El lenguaje es la casa del
ser”, había dicho Heidegger, subrayando el hecho de que (no lo
dice de ese modo, pero se deduce de su aforismo) la política es un
asunto de seres hablantes. Estamos pagando cara esa arrogancia,
pienso, mientras los inusitados calores del mes de junio empiezan a
disolverse en el viento helado que viene de una Antártida que se
descongela de a poco. Una política que ha despreciado a los entes y
que ha hecho del paisaje un mero destino extractivista muestra sus
ruinas. No es culpa de Heidegger, claro, sino más bien del mandato
testamentario. Pero hay que empezar a cortar por lo sano.
Para mí, le digo a Diego Bentivegna,
“El lenguaje es una ventana”, porque es el marco desde el cual
miro el mundo. Percibo y actúo en el mundo desde una determinada
posición lingüística.
Él me recuerda una operación crítica
de hace algunos años, cuando opuso “el lenguaje como
casa del ser a la poesía como caza de la lengua”.
La relación de caza
respecto de la lengua supone una predación nómade, no un
asentamiento. Al territorio estabilizado del sedentarismo se opone la
persecución y el agenciamiento con la presa (la lengua como presa) y
los territorios. Ningún éxtasis del Ser, ningún sedentarismo, sino
más bien una deriva incesante. La casa, si acaso, se lleva a cuestas
y se instala en cualquier parte. Es lo que yo, insipirado por él,
llamé castrametari o
castrametación (el arte de disponer un campamento, algo más
duradero que el mero acantonamiento, aunque no tan permanente como
una ciudad).
Recordé entonces a Rubén
Darío, quien había escrito antes que Heidegger: “Si la
palabra es un ser viviente, es a causa del
espíritu que la anima: la idea. Así, pues, las ideas, con sus
carnes de palabras, vivientes, activas, se congregan, hacen sus
ciudades, tienen sus casas. La ciudad es la biblioteca, la casa es el
libro”. También en la perspectiva dariana la casa es lo que se
lleva a cuestas al atravesar del mundo.
Claro, me dice Diego
ahora, que no por nada es un gran poeta, “yo creo con Wittgenstein
que el lenguaje es un ciudad, con partes en ruinas y partes en
construcción”.
Se dice que “el casado,
casa quiere” y Heidegger se contenta con ese confort doméstico y
patriarcal. La relación de predación o de deriva necesita de un
territorio más amplio, un afuera, una relación atenta a la
respiración, los movimientos y el habla de los otros: no una mera
política de los seres hablantes, sino una política ambiental,
incluso un “animalismo”.
Todo esto nos viene de la
frecuentación de la filología y sus transformaciones. Reivindicamos
nuestra filología novomundana, porque quiso y supo articular asuntos
de lenguaje con asuntos de territorio: la pluralidad de lenguas y de
pueblos.
Avancemos ahora hacia una
filología queer, una filología de lo sensible, una ecofilología de
los mundos habitables.
La
delirante política argentina se explica, entre otros factores, por
una crisis de identidad. Nadie sabe quién es quién, a quién
representa, qué imagen de pueblo enarbola. Así, resulta que las dos
alianzas más importantes están partidas porque interiormente cada
fracción se parece más a una parte de la otra alianza que a sus
propios compañeros de sufrimiento electoral.
El
nombramiento de Jorge García Cuerva como arzobispo de Buenos Aires
desató una persecución identitaria: es un cura villero, no es un
cura villero; es amigo de Massa, se lleva mejor con Carolina Stanley;
es pro LGBT (y “toda esa porquería”); es conservador, es
comunista.
El
mismo sacerdote impugnó el "vicio de encasillar a alguien de un
lado o de otro". Ese encasillamiento es índice de una angustia
identitaria (¿quién soy? ¿quién es aquél?).
Resumo
una clase sobre el tema. Franz Kafka escribe en su diario el 11 de
febrero de 1913: “Soy un pájaro imposible, un cuervo. Estoy
perdido y así revoloteo entre los hombres. Ellos me miran con
desconfianza y yo soy un ave peligrosa, un ladrón, un cuervo”.
Pregunto de qué está hablando Kafka y sobreviene una catarata de
interpretaciones (la paranoia de sentido).
Relaciono
esas frases con el apólogo del cazador Gracchus, en el mismo Diario.
Llega un barco transportando a un muerto vivo: un hombre que ha
muerto en un accidente pero que sigue vivo porque cuando el barco lo
llevaba a su descanso definitivo se desvió por un viento súbito y
entonces quedó condenado a navegar entre ambas aguas. El alcalde de
la ciudad le pregunta: “¿Y ahora piensa usted quedarse en Riva?”
y Gracchus contesta: “No tengo
intenciones” y después: “Estoy aquí, es lo único que sé, es
lo único que puedo hacer”.
Sintetizo
el juego pedagógico: Gracchus viene de graculus
que
quiere
decir grajo, cuervo. Y Kavka, pero escrito con v y no con f (sin
embargo, suenan igual) quiere decir...“cuerva”. Todo lo que se
dice son variantes del propio nombre.
De
modo que no habría que desesperarse demasiado por las
identificaciones imaginarias (de uno o de los otros) y atribuir
intenciones y sentidos (“ave peligrosa”) fundados en prejuicios.
El “ser” es escurridizo, lo que importa es el “estoy aquí”.
Con eso basta para empezar a hacer.
En julio se cumplirán 430 años del
nacimiento de Artemisia Gentileschi, la gran pintora barroca de cuya
vida puede aprenderse tanto como de su pintura.
Hija del
pintor toscano Orazio Gentileschi, amigo de Caravaggio, fue
encomendada por su padre a otro de sus amigos, Agostino Tassi, para
que le diera clases de perspectiva.
A sus
18 años, en mayo de 1611, el instructor la violó brutalmente. En
1876 se encontraron en los archivos vaticanos las actas íntegras del
juicio por violación promovido por Orazio contra Tassi, quien fue
declarado culpable por la violación.
El
proceso duró siete meses, a lo largo de los cuales Artemisia es
sometida a interrogatorios bajo apremios físicos y a humillantes
exámenes ginecológicos.
Dos meses después de terminado el
proceso, Orazio obliga a su hija a casarse con un mediocre ayudante
de su taller, para restaurar el honor familiar. La
pareja se muda a Florencia, donde Artemisia comenzará una nueva
vida. A lo largo de los años vuelve a Roma, viaja a Nápoles, a
Venecia, a Londres, donde se la reclama como a una de las grandes
proveedoras de las cortes europeas.
Una de sus mejores pinturas, Judith
decapitando a Holofernes (circa 1613), retoma un tema truculento
que Caravaggio ya había transitado, pero con una fuerza y una
complejidad tan convincentes que casi nadie duda de que la escena es
una respuesta a su propia violación: “hay que cortarle el cuello
al cerdo”.
Pensaba todo esto cuando veía los
destinos finales de dos grandes mujeres protagonistas de sendas
series: La encantadora Mrs. Maisel termina inverosímilmente rica,
pero sola, odiada por sus hijos, mirando un programa de preguntas y
respuestas mientras conversa telefónicamente con su amiga y
representante de toda la vida.
Más abajo todavía, Siobhan Roy (el
único personaje querible de Succession), que ha vivido
ignorada por su padre y maltratada por sus despreciables hermanos,
termina embarazada por descuido de un hombre al que detesta y que la
ha traicionado, pero que en la escena final le extiende la mano como
a un perro para que se la lama, cosa que ella hace figuradamente.
Pareciera que lejos de debilitarse, el
patriarcado encuentra formas cada vez más sutiles para humillar a
quienes lo desafían.