por Daniel Link
De los placeres del discurso ninguno es más intenso, seguramente, que el de discutir. Discurrir, exponer, en fin, puede salir bien o mal, pero es poco lo que uno arriesga en ese envite. En cambio, al discutir, la vida entera (la que hemos vivido, la que desearíamos haber vivido) se nos presenta como la masilla lábil a partir de la cual puede formarse la carta de triunfo que decida la batalla. Ganar una discusión es tener la última palabra, no importa cuán falaces sean los argumentos que uno quiera o pueda esgrimir. El placer de ganar una discusión es un placer de un orden terminante: la palabra postrera, y después el silencio. Una aniquilación de sí y del otro. Quien ha ganado muchas discusiones conoce el sabor amargo de esos triunfos de segunda mano, arrancados a fuerza de hastío o incapacidad.
Nada de eso es lo que implica el placer de discutir, que es como una linterna mágica, una calesita argumentativa, puro fuegos de artificio: la dicha de ponerse en juego, de encontrar siempre un pliegue más para torcer los argumentos del otro pero también los propios. Mientras haya discusión habrá escena (el "teatro de la vida"). Ganar una discusión es condenarse al resentimiento o el odio del humillado. Mejor sería perder siempre las discusiones, pero perderlas épicamente, después de haber hecho una ascesis total, una metamorfosis, una transformación que nos ponga del otro lado de una puerta que no sabíamos siquiera que existía. Discutir, sí, pero no para ser uno mismo, sino para transformarse en otro o en cualquiera.
Al discutir lo que importa no es la verdad, sino la fuerza. Y no la fuerza para cancelar la voz del otro, sino la fuerza para convocar los espectros de aquellos que, sin que lo sepamos, nos habitan. Discutimos para que los otros nos prueben la endeblez de aquello que pensamos. Se discute para aprender, para ponerse a prueba.
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