lunes, 24 de enero de 2005

Fan club

No es sino a través de la dificultad que una "literatura nacional" como la literatura argentina se relaciona con un género como la ciencia ficción. El ideal universalista de nuestras letras (dominadas, siempre, por la sombra terrible de Jorge Luis Borges) hace del género un mero pasatiempo norteamericano para jóvenes inmersos en una cultura hipertecnologizada. En un país donde la técnica (como el Estado) no hace sino poner a la ciudadanía al borde del colapso, la ciencia ficción jamás ha conseguido (pese a los desesperados intentos del fandom) el lugar de privilegio que sí alcanzó, por ejemplo, otra variedad de la cultura de masas como el policial.
No es que falten muestras más o menos acabadas de textos producidos en relación con la matriz de la ciencia ficción. "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius" de Jorge Luis Borges es un relato perfecto que participa de las obsesiones del género (y que más de una novelita pulp americana utilizó como fuente de inspiración). La invención de Morel es una distopía futurista que, contemporánea del relato de Borges, postula la reproductibilidad de las imágenes como un cáncer o un mal que aniquila las individualidades. Más contemporáneamente, Marcelo Cohen ha investigado las posibilidades "literarias" (un uso traicionero del género) de la ciencia ficción. En 1998 (si hay que creerle su alucinada cronología), César Aira escribió El juego de los mundos (novela de ciencia ficción), publicada (si hay que creer a los pies de imprenta) el año pasado por el sello el broche de La Plata en una elegante edición y que recién ahora llega a Buenos Aires, en dosis homeopáticas que los fanáticos de Aira (y tal vez los del género) buscarán hasta la desesperación en las librerías locales.

Que El juego de los mundos sea o no una verdadera "novela de ciencia ficción", como su título enfáticamente anuncia, es algo que debería someterse a discusión. Porque uno de los rasgos más estables del género es que cuenta (no puede ser de otro modo) el futuro en pasado. Postula acontecimientos que suceden en el futuro (o en una realidad alternativa que sólo puede entenderse como una forma de futuro) como si hubieran ya sucedido. Pero El juego de los mundos se interroga, más bien, sobre la posibilidad de escribir en el futuro y por eso descalabra el férreo sistema de tiempos verbales de la ciencia ficción, que sólo aparece tematizada en la (deliciosa, por otra parte) novelita de Aira a partir de dos o tres motivos temáticos típicos del género, en relación con los cuales se especula sobre los límites de la ficción o, si se prefiere, de la literatura.

El hijo, un tal Tomasito, del narrador, un tal César Aira, juega en el marco de la Realidad Total a destruir (de manera literal) planetas y civilizaciones enteras. El narrador censura esas batallas en las que, cada vez, un mundo resulta aniquilado. Sus objeciones lo llevan a sospechar que ese juego prepara a los jugadores para que en sus conciencias se reinstale la idea de Dios, cuya muerte ha dominado el más extraordinario período de la humanidad, para el narrador. No revelemos el final del relato. En todo caso, hay una tensión típica del género entre la realidad y Dios (figura que siempre entra con dificultad en los rigores de la ciencia ficción, pese a -o precisamente por eso- su constante preocupación alrededor de la multiplicación de la vida).

Lo que En el juego de los mundos se juega, más allá de la anécdota, no es del orden de lo ficcional (el entretenimiento de masas ha pasado a ser totalmente real) sino del orden de la escritura. ¿Cómo seguiremos escribiendo en ese futuro en el cual "la banalidad y la barbarie (o lo que los mayores percibimos como tal) son un gesto cultural compartido"?


D. L.

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