Mini-biografías
El 18 de enero de 1867 nacía en Metapa, a 80 kilómetros al norte de Managua, Félix Rubén García, destinado a convertirse, con el nombre Rubén Darío, en el más grande poeta del siglo y, probablemente, el peor leído. En 1888 publica Azul, el libro que inaugura el modernismo y lo transforma rápidamente en algo que no existía antes que él: una celebridad literaria. El domingo 13 de agosto de 1893 Darío desembarca en Buenos Aires -ciudad en la que vivirá durante cinco años- como cónsul general de Colombia. En 1896 publica Los raros y Prosas profanas, es decir: inventa la literatura americana. Después, todavía, Cantos de vida y esperanza, en cuyo prólogo Dario ironiza: "En cuanto al verso libre moderno (....), ¿no es verdaderamente singular que en esta tierra de Quevedos y Góngoras los únicos innovadores del instrumento lírico, los únicos libertadores del ritmo hayan sido los poetas del Madrid cómico y los libretistas del género chico?". Y señala: "Hago esta advertencia porque la forma es lo que primeramente toca a las muchedumbres". Darío está viendo algo fundamental de la cultura de masas en formación y define tanto una relación con el público como un modelo de escritor-estrella. "Yo no soy un poeta para las muchedumbres -continúa Darío- pero sé que indefectiblemente tengo que ir a ellas". Muchos críticos han leído, en esta afirmación, algo que se ha denominado "terror letrado" y que coincidiría con el pánico de los intelectuales ante el advenimiento de la cultura de masas (la cultura del vodevil y del sainete). Es exactamente lo contrario de lo que Darío quería decir y hacer: fundar una poesía continental, modificar la relación entre literatura y cultura, reprogramar la memoria colectiva, usar la celebridad para desarrollar un programa poético radical. A Darío le interesa, sobre todo, ser leído por las muchedumbres para crear una demanda (estrategia que luego la vanguardia usará para dividir al público).
Quince años antes del nacimiento de Darío, Flaubert había escrito en una carta: "Lo que me parece hermoso; lo que querría escribir, es un libro sobre nada; un libro sin ligadura exterior, que se mantuviera sólo por la fuerza interna del estilo, como se mantiene en el aire la Tierra sin estar sostenida; un libro casi sin tema o en el cual el tema fuera poco menos que invisible, si esto puede ser. Las obras más hermosas son las que tienen menos materia; (...) Creo que el porvenir del arte está en esa orientación". Es un manifiesto de l'art pour l'art, que dominará las imaginaciones europeas de fin de siglo. Ni Madame Bovary (la novela que por entonces escribía Flaubert), ni Salambó (varios de cuyos pasajes pueden leerse como guiones de Arma mortal o de Indiana Jones) cumplen bien el proyecto de l'art pour l'art. Es Rubén Darío quien lleva la literatura a uno de sus límites, precisamente al inventar esa poesía perfecta y vacía de todo contenido, apta para las maestras y, por lo tanto, para la formación del público americano. Darío triunfa precisamente porque lleva la nada hacia ese punto de perfección que ni Baudelaire ni Mallarmé pudieron conseguir. Darío dice: yo no soy para las masas pero es en relación con las masas que mi poesía puede existir y escribe "Sonatina":
"¡Oh, quién fuera hipsipila que dejó la crisálida!
(La princesa está triste. La princesa está pálida.
¡Oh visión adorada de oro, rosa y marfil!
¡Quién volara a la tierra donde un príncipe existe
(La princesa está pálida. La princesa está triste.)
más brillante que el alba, más hermoso que Abril!"
En esos dos paréntesis está todo el arte del siglo. Despúes de esto, ¿qué se podía hacer? Más allá de esa nada, la literatura desaparece. Empieza la cultura de masas, la estética publicitaria (o el criollismo reaccionario de Martín Fierro, la poesía concreta brasileña y las grandes películas de Andy Warhol). Darío, consumido, pobre y mal leído, murió el 6 de febrero de 1916. D. L.
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