El 13 de septiembre de 1988 el entonces arzobispo de La Plata, monseñor Quarracino, incorporaba hipótesis originales en el debate sobre la pena de muerte para los narcotraficantes. En una nota publicada en el diario Clarín señalaba sobre "ciertos sedicentes pedagogos", que "tales sujetos constituyen un peligro comparable (si no mayor) al de los traficantes de drogas". De un solo golpe, la pedagogía era puesta de nuevo en el alto sitial que supo tener, por ejemplo, entre los griegos. Y además, Quarracino se hacía responsable de un hallazgo, "sedicentes pedagogos", que hubiera hecho las delicias de Borges. Hallazgo fonético pero también conceptual: ¡como si alguien, todavía, pudiera sostener algún rédito pedagógico! Sedicente pedagogo parece suscitar un doble escándalo: el escándalo de ser pedagogo y el escándalo de procramarlo.
Y si bien es cierto que ninguna otra práctica es más sedicente que la de los intelectuales ("la tarea de los intelectuales es", "los intelectuales debemos", "los intelectuales reclamamos", "no se puede permitir a los intelectuales" son enunciados típicos de los intelectuales: sedicentes artistas, escritores, filósofos, comunicólogos, etc.), la subclase constituida por la figura del profesor, en tanto sedicente, resulta menos comprensible: ¿por qué secreta manía u oscuros intereses consagrarse a una práctica mal rentada, socialmente no reconocida, y emocionalmente destructiva? Todavía más: ¿por que decirse profesor?
Bien mirada, la tarea del profesor es política y encuentra en la política (en la política cultural) su fundamento. La constitución de un sujeto intelectual, en Argentina, ha pasado (y pasa) masivamente por la posibilidad (o su negación) de acceder al lugar del profesor, maestro del discurso.
Enrique Pezzoni siempre supo esto y desde el comienzo ligó su actividad de críitico y traductor con la práctica docente, de acuerdo con una escuela y unos maestros siempre obsesionados por vincular sus trabajos con la formación docente (Raimundo Lida, Pedro Henríquez Ureña, Ana María Barrenechea, el Instituto del Profesorado). Si es cierto que los primeros trabajos de Pezzoni todavía sufren el estigma de su vinculación con Sur, no es menos cierto que, también desde el comienzo, Pezzoni se ligó con lo que él mismo llamó mucho después una "política progresista asociada a la vigencia y posibilidad de las transformaciones" ("Imagen de Ana María Barrenechea"). En la Facultad de Filosofía y Letras, en el Instituto del Profesorado, Pezzoni hizo de la "Lección" (que en su caso hay que entender como un diálogo apasionado y a veces violento con los alumnos) el motor de su obra crítica. Secretamente, porque era enemigo de las proclamas y las declamaciones políticas, estaba convencido de que, en países como el nuestro, los contenidos de una política cultural progresista pasan necesariamente por la práctica docente. "Si su tarea", dijo refiriéndose a Anita Barrenechea, "es la de una política progresista, lo es en todos los sentidos en que supone una práctica segura de sus convicciones al discernir en una ciencia los conceptos que son reaccionarios -es decir, congelados y obstinadamente enemigos a la transformación- y los que funcionan más allá de las determinaciones unívocas y reconocen el juego de las iniciativas individuales, pero supeditada al habla plural de la ciencia".
Muchos de quienes trabajamos con él comenzamos nuestra formación fascinados por las lecciones que pronunciaba en su ya mítico seminario del Profesorado. En ese seminario permanente Pezzoni nos enseñó a leer a muchos de nosotros: su tarea era la de un alfabetizador y nunca renegó de ella (exhausto, saltaba del avión que lo traía de Frankfurt para asistir a una exposición de los alumnos en el Seminario).
Pero además de la fascinación por la manera en que pudo, por ejemplo, desbloquear la lectura de Rubén Darío, o por su chisporroteo verbal, o por la capacidad de incorporar a sus clases la bibliografía publicada antes de ayer en París, Londres o Lima, Pezzoni nos fascinaba por la extraordinaria sensibilidad a la palabra de sus alumnos, con quienes se entregaba a discutir los artículos que estaba escribiendo, con quienes compartía el capital que otros intelectuales suelen acaparar celosamente: sus ideas. En el índice de El texto y sus voces hay por lo menos ocho artículos cuya producción se remonta a aquellos años en los que inmerecidamente asistíamos a ese pasaje del habla a la escritura que también obsesionaba a Roland Barthes.
Políticamente, Pezzoni siempre sostuvo el orgullo de haber aprendido a convivir con sus contradicciones (que no negaba). En 1983 se afilió por primera vez en su vida a un partido, el Partido Radical, y participó de la reorganización de la Facultad de Filosofía y Letras. Desencantado de esa experiencia se descubrió, con dolor, utilizado y abandonado posteriormente por sus coyunturales aliados que, para colmo, le habían hecho perder viejos amigos. Nunca pudo entender una política que negara los afectos y, en rigor, su gestión en la Facultad (y antes en el Instituto del Profesorado) fue siempre una política de la afección (muy distinta del amiguismo y el clientelismo liberal).
Desencantado del radicalismo, prefirió abandonar la política sin abandonarla: en sus clases, en sus lecciones, no sólo tematizaba la cuestión política (lo que hubiera sido un gesto módico) sino que reafirmaba esa politización de la crítica y la lectura por la enseñanza, la única práctica que consideró pertinente durante su último año de vida. Se decía profesor, efectivamente, y ese papel le daba felicidad.
Quarracino nunca sabrá qué cerca estuvo de definir al intelectual y al maestro que Pezzoni fue: dedicado al tráfico (de ideas y de hipótesis) con paciencia y vitalidad infinitas ("nuestro vivir como estudiosos", decía), seguramente, sin proponérselo, pudrió varias cabecitas de jóvenes argentinos induciéndolos a la, ut Quarracino, más peligrosa adicción: la adicción pedagógica.
Texto publicado originalmente en Babel. Revista de libros, IV: 22
(Buenos Aires: marzo de 1991)
Se reproduce por pedido de Maximiliano Crespi.
(Buenos Aires: marzo de 1991)
Se reproduce por pedido de Maximiliano Crespi.
Valía la pena, viste. Es un gran texto, aunque no sea una carta al padre.
ResponderBorrarMaxi