Hace un rato, "América", como dicen en American Idol, votó la expulsión de los primeros cuatro finalistas del concurso. La primera en salir fue una chica a la que tanto S. como yo le habíamos bajado el pulgar, y no por su talento vocal que, como se comprenderá, es totalmente secundario. La chica (ni el nombre recuerdo) no era ni claramente latina, ni claramente negra, ni claramente wasp, con lo cual las identificaciones que podía suscitar en una audiencia más bien basta en sus preferencias eran nulas.
Lo interesante del caso es que ella no se quedó callada (como deben rezar los meticulosos contrato que han firmado los 24 finalistas) y acusó directamente a la producción de manipular la votación: "A mí no me dieron cámara, a diferencia de otros participantes", dijo. Y no se equivocaba. "Yo no era favorita", aclaró. Y tenía razón. Desde el comienzo, el gigantesco negocio que es American Idol se muestra como lo que es: un aceitado mecanismo de consagración pagado por la audiencia. "Y sí", dijimos S. y yo cada vez que expulsaban a alguien. "Era obvio". Además del amor irrestricto que profesamos desde el comienzo por Mario Vázquez, tenemos ahora una candidata femenina, pero como no estamos seguros de su desempeño, nos reservamos el nombre hasta la semana que viene.
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