viernes, 29 de abril de 2005

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Mishima como San Sebastián

No era el suyo un destino que inspirase lástima. No, en modo alguno fue un destino lastimoso, más bien altivo y trágico. Un destino que bien hubiera podido llamarse resplandeciente.
Debidamente considerado, parece probable que en muchas ocasiones, incluso en pleno trance de un dulce beso, el presentimiento del sabor de los dolores de la muerte forzosamente tuvo que surcar su frente con una alada sombra de dolor.
Y también por fuerza tuvo que prever, aunque sólo fuera oscuramente, que no menos que el martirio era lo que desde un principio lo esperaba, que aquella marca a fuego que el Destino le había impuesto era precisamente el signo que lo diferenciaba de todos los hombres de la Tierra.

Yukio Mishima. Confesiones de una máscara (1949).
Madrid, Espasa-Calpe, 2002, pág. 52.

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