Aunque carezco de formación filosófica (o tal vez precisamente por eso), soy un lector voraz (y seguramente "silvestre") de filosofía. Y como no me dedico a la enseñanza filosófica (en ninguna de sus subdisciplinas o períodos), puedo leer textos filosóficos según mi antojo o las necesidades que me plantean los textos que estoy leyendo o escribiendo. Siendo, como soy, un lector incompleto de la filosofía, suelo establecer penosas relaciones de identificación con ciertas posiciones que no podría fundamentar por cuenta propia pero que me gusta repetir, "porque lo dice Foucault" (por ejemplo). Como últimamente me he puesto en la obligación de estudiar algunos aspectos relacionados con los dispositivos de normalización sexual (sin esa obligación autoimpuesta, la verdad es que no me habría embarcado nunca en un proyecto semejante, tan árido y tan sembrado de escollos).
La primera categoría que se me ocurrió que debía poner en entredicho era la mismísima noción de "dialéctica", porque es central en relación con la mera posibilidad de un punto de vista en relación con esa problemática. Fue algo del orden de lo concreto lo que me llevaba, una vez más, al registro de lo abstracto (¿y acaso no es eso la dialéctica?). Una vez, me enteré de que existía un colectivo de lesbianas militantes que había adoptado para sí el simpático nombre "Escupimos sobre Hegel", tomado del célebre manifiesto italiano firmado por Carla Lonzi, Sputiamo su Hegel. Yo, que siempre fui bastante escéptico en lo que a los movimientos feministas y los estudios de género se refieren, reconozco, sin embargo, que he llevado mi iconoclasia hasta el deseo (y no mucho más allá) de andar escupiendo tumbas ajenas. De inmediato quise, yo también, escupir sobre la tumba de Hegel.
Hablamos de mediados de la década del setenta, cuando la revolución parecía estar al alcance de la mano. Una tarde de aquéllas, yo volvía del colegio en un colectivo que atravesaba Munro, en la zona norte del Gran Buenos Aires. La mitad de quienes estábamos en ese colectivo éramos niños de diferentes edades. En la barrera de la estación, un hombre subió al colectivo con un arma en la mano, apuntó a la sien del atónito chofer y le ordenó que pusiera rumbo a Plaza de Mayo, donde estaba por comenzar un acto de oposición o de apoyo al gobierno (ya no me acuerdo). Tampoco me acuerdo cómo conseguimos Cristina Schultz (una compañera de colegio) y yo escapar del secuestro y nunca tuve el coraje suficiente como para inventar una peripecia heroica de ésas en las que mis amigos son maestros.
Era la década del setenta y a mí me empezaba a interesar la concepción hegeliana de la historia. Después, fue la hecatombe, y había que andar con pies de plomo: escupir tumbas ajenas dejó de ser pertinente y más bien nos dedicamos a buscarlas. Me consagré, pues, a las Bellas Letras (¡lo bien que hice!). Tomé algunos cursos privados durante la dictadura (un poco por insatisfacción teórica, otro poco por snobismo), pero era inútil esperar de la generación anterior a la mía (que había quedado, toda ella, en estado de justificado shock emocional, político, intelectual) demasiadas "iluminaciones". Aprender, se aprendía, pero todo sonaba extremadamente abstracto (un momento de negación dialéctica, podrá pensarse: yo creo que era sólo el espanto). Es lo que llamo mi "infancia estructuralista": el formalismo ruso, Greimas, Roland Barthes, Chomsky, Wittgenstein, Lacan, Frege, las traducciones de poesía latina.
Llegada la democracia, la ciencia semiológica me estaba esperando con los brazos abiertos y a ella me arrojé durante un tiempo: retozamos juntos. Paralelamente, me inscribí en seminarios filosóficos: la obra de Adorno, las formaciones ideológicas en Marx (de quien me declaré admirador incondicional, hasta el día de hoy). Si alguna vez recuperaba mi deseo de escupir sobre la tumba de Hegel mejor era que me pusiera a leer a sus herederos. Así lo hice, hasta que llegué a Foucault quien, como todo el mundo sabe, no sólo plantea una ética completa sino además una concepción de la historia. Todo, aderezado con un rechazo visceral hasta lo cómico a la noción de dialéctica. Los hegelianos pusieron el grito en el cielo y acuñaron un insulto: "posmoderno". Con un grupo de colaboradores y amigos nos dedicamos varios años a estudiar la categoría. Un día nos cansamos y decidimos eliminar el vocablo de nuestro repertorio terminológico y empezamos a crear índices de calificación relacionados con la frecuencia con la que la palabra aparece en el discurso de una determinada persona. Moria Casán (vedette, actriz de comedia, animadora de programas televisivos) estaba en primer término (aunque ella no usaba el término como insulto), mientras duraron los escrutinios que, pronto, nos parecieron aburridos.
Como la injuria "posmoderna" se fundamentaba en una determinada concepción de la historia (dialéctica, antes que materialista), había que empezar a pensar todo de nuevo: el cambio histórico, la noción de historicidad, los modos del pensamiento. Bueno, sí, se trataba todavía de la estela de Foucault (Ewe Kosofsky incluida). Pero durante la década del noventa la gente siguió pensando y el fin de siglo nos encontró embarullados con Giorgio Agamben y Pascal Quignard, esas versiones monacales de la filosofía... que me hicieron sentir un niño de nuevo (pero esta vez milenarista: me gustan los filósofos que no sólo rehacen la filosofía sino también la historia).
¿Aburro? Lo siento. Todo este largo rodeo viene a cuento para explicar mi punto de vista en relación con Los límites de la dialéctica (Madrid, Trotta, 2005, 264 págs., ISBN 84.8164.729.2) de José María Ripalda, uno de los siempre codiciados libros que importa Proeme.
Experto en Historia de la Filosofía, Ripalda incluye en su bibliografía de ocho páginas una sóla referencia a Foucault , dos a Walter Benjamin, una a Deleuze y, en cambio, nueve a Derrida, tres a Gadamer, tres a Oskar Negt y cuatro a Zizek (discúlpensenos la ausencia de diacríticos: es la computación). Aclaro todo esto para que se entienda que abrí el libro de Ripalda con la más profunda aprensión.
Y, sin embargo, es un libro glorioso, porque defiende precisamente aquello que yo mismo habría querido denostar y lo hace con una inteligencia y una elegancia infrecuentes en los estudios especializados de filosofía. El libro se llama Los límites de la dialéctica, y ésa tal vez sea su mayor astucia porque, si bien es cierto que Ripalda examina esos "límites" con autoridad y lucidez, lo cierto es que lo que pretende es salvar a la categoría de la desgracia y la indiferencia en la que ha caído últimamente. Por eso y para eso, consigue demostrar que fue Hegel el primero en sospechar de ese modo de pensamiento: "Hegel mismo recuerda en su época que 'la dialéctica frecuentemente no va más allá de un sistema subjetivo para columpiar de un lado para otro raciocinios carentes de contenido, cuya vaciedad se encubre con el ingenio que requiere ese modo de razonar'. Pero fueron sus herederos, más o menos legítimos, quienes nos han dejado los peores ejemplos de abusos dialécticos" (pág. 14). Es que, como bien advierte Ripalda, "si se toma en serio el rótulo 'dialéctica' como referencia a un silogismo cuyo término medio es histórico, no derivable de generalidad lógica, hace falta algo más que rigor teórico; hace falta, por decirlo brevemente, la sensibilidad perceptiva hacia lo singular. Y un diálogo de singular a singular es lo que más falta a la dialéctica como su límite externo." (pág. 117). No hace falta insistir demasiado: un método que deriva su eficacia de la "sensibilidad perceptiva" carece del rigor al que la dialéctica aspira.
Pero si Ripalda tiene la valentía de señalar, una y otra vez, los límites de la dialéctica, es precisamente para salvarla, para "poder hablar, sin que de salida ya le hayan robado a uno la posibilidad de decir lo no conforme, lo no previsto, lo que corresponde a otra 'opinión pública' posible", eso que "sigue siendo la tarea teórica que corresponde de algún modo a lo que se llamó revolucionario, proletario, Izquierda" (pág. 12).
En el que tal vez sea el mejor capítulo de un libro todo él excelente (no leí el capítulo final, sobre arte, porque me pareció lo menos importante, lo que yo menos necesitaba), "La paradoja del pluralismo y los movimientos sociales", Ripalda concluye señalando que "La utopía es una forma específica de dialéctica, que abre su contenido más allá de sus límites conceptuales" (pág. 177).
Yo no sé qué pensar sobre la posición de Ripalda y lo más probable es que no pueda nunca acordar con él salvo en el reconocimiento de que si hoy hubiera que reescribir el Manifiesto, el fantasma que habría que poner a recorrer Europa es el Terrorismo.
Pero lo cierto es que sus análisis son deslumbrantes, porque ha tenido la precaución de adoptar el "trámite arcaico y riguroso" de la filología: "Aún así, mi relación con una filología carente ya del sentido que tuvo, cuando representó innovación y lucha, tiene ciertos rasgos irrespetuosos; cultivo las técnicas, pero no el género ni el gesto, y escucho a voces que no se suelen oir en ella" (pág. 18).
Para personas que, como yo, carecen de formación filosófica sistemática y una incapacidad casi metafísica para manipular archivos, el libro de José María Ripalda constituye un raro tesoro: una argumentación prolija y elegante, un repertorio de citas, análisis minuciosos, deseos políticos similares a los míos y un desprecio olímpico a la tradición filosófica con la que simpatizo (lo que bloquea toda identificación narcisista).
Ripalda sabe que la lógica de la dialéctica (aplicada a la historia), aún en su específica forma utópica se parece peligrosamente a las promesas "de una vida mejor en el futuro" que sostuvo siempre la Iglesia (pág. 165). Pero le parece atinado recuperar el "optimismo epocal" en el que Marx apoyaba "su fe en la posibilidad de controlar conscientemente la realidad" (pág. 86). Hoy, cuando pareciera que todo está perdido, "el tema de la dialéctica sigue, porque sigue la molesta capacidad de los-que-no-cuentan para constituirse en sujeto político" (pág. 110). Si ésa es nuestra singularidad histórica, no entiendo por qué "dialéctica sería precisamente detener un momento la historia donde hay singularidad, cortar el flujo del pensamiento allí donde su tensión es máxima" (pág. 111). O lo entiendo de un modo diferente a como lo entiende Ripalda: detengamos todo, y volvámonos griegos.
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