Especies en extinción: francés, casado y moderno
En el ciclo "Cerca de lo oscuro", La moustache propone, de la mano de un relato fantástico inquietante, lo que consideramos realidad como el resultado de un complot cuya clave ignoramos.
Por Daniel Link El bigote (La moustache, 2005,
Un día, Marc decide afeitarse el bigote ("me gustas con bigote pero la verdad es que nunca te he visto sin él", le dice Agnes, su esposa). El bigote de Marc es frondoso como el de Ásterix y, como el de él, implica un conjunto de definiciones (sobre la masculinidad, sobre lo galo). ¿Para qué habría él de conservar ese rasgo arcaico, esa marca enfática de virilidad y de francesidad? Después de todo, Marc es un hombre moderno (tiene una agencia de publicidad, escucha música de Philip Glass, su baño está revestido de azulejos venecianos, veranea en el Pacífico y compra accesorios decorativos en cualquier equivalente parisino de los negocios que vemos en nuestros centros de compras). De modo que Marc afeita su bigote y espera la respuesta de Agnes, que no llega. Tampoco llega la respuesta de sus amigos ni sus compañeros de trabajo. O mejor: lo que llega es la sorpresa. Todos sostienen que Marc nunca tuvo bigote, contrariando no sólo lo que Marc sabe sobre si sino lo que nosotros sabemos sobre él (lo vimos con bigote al comienzo de la película, vimos sus fotos con bigote, la mujer policía de una estación verifica que, en las fotos, Marc tenía bigotes): no es un error perceptivo de Marc, no es que Marc esté loco.
Es, más bien, como si Marc hubiera ingresado, mediante la módica operación de afeitarse el bigote, en un universo paralelo donde él no es exactamente él: sin bigote, con otra memoria (el Marc afeitado cree que su padre está vivo) y otros problemas (su mujer parece complotar con su mejor amigo para encerrarlo, con chaleco de fuerza, en una institución psiquiátrica). El como si es importante, porque tratándose, como se trata, de un relato que participa de la tradición clásica (es decir, anglosajona) del relato fantástico, la resolución del misterio quedará suspendida para siempre en el aire.
Hacia el final de la película Marc, que ha huido a Hong Kong para dedicarse a un ritual de supervivencia completamente desquiciante, autómata y autista, parece recuperar su antiguo "yo" (su estabilidad) mediante la simple operación, una vez más, de dejarse crecer el bigote.
¿Es el bigote un operador tan potente como para permitirnos pasar de un orden de realidad a otro (donde ni siquiera sobreviven las direcciones o los números de teléfono)? Carrère sabe, porque además de director de la película es autor de la novela en la que está basada, que por la vía de esa pregunta sólo se llega a la paranoia de sentido: ¿hay un complot entre su mujer y sus amigos para negar lo evidente? ¿hay un complot entre su mujer y su socio para llevarlo a la insanía y quedarse con lo que es suyo? ¿hay realidades alternativas? ¿es lo real tan frágil como para llegar a expulsarnos de sus leyes? ¿se puede empezar una vida nueva? ¿qué es lo francés, qué lo masculino, qué lo moderno? ¿no chocan en algún punto unos sistemas de categorización con otros? ¿no hay agujeros a través de los cuales el sentido (el sentido de la vida) desaparece?
Inútil es plantearle estas preguntas a El bigote porque la película calla deliberadamente las respuestas. No hace de la irrupción de lo desconocido en lo conocido un problema a resolver. Hace de la paranoia un discurso a sostener, desmontar y explicar al mismo tiempo: ¿qué origina el relato paranoico? ¿qué lo encamina y en qué dirección? ¿qué relación hay entre el saber sobre si y relación con los demás?
La paranoia, que pone a la verdad a funcionar bajo el régimen de la sospecha, desbarata la confianza en las relaciones personales (la familia, el trabajo, el círculo de la amistad) y pone la serie de los complotados (la secta o la logia) en el lugar del grupo de identificación. No habiendo identificaciones posibles, el relato se vuelve proliferante, imposible de detener: el delirio.
Lo interesante de El bigote es lo que Marc deja fuera del complot: el Estado (su pasaporte, la policía, los funcionarios de migraciones) y el capitalismo (la tarjeta de crédito que le permirse entregarse a un régimen de vida delirante pero, en todo caso, desahogado). Pareciera que, pese a sus azulejos venecianos, sus vacaciones en Bali y su ropa de diseño (¿Moschino?), Marc hiciera descansar su identidad, su estabilidad, no en lo más íntimo de si sino en el lugar en el que las expectativas sobre la vida (sobre lo que la vida sea) se encarnan en el cuerpo: el look.
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