Hoy comienza, oficialmente, el otoño. Los árboles que vemos a través de nuestras ventanas no nos permiten engaño alguno: en los últimos días han pasado del verde cansado al dorado intenso, al ocre y al marrón pálido. El equinoccio autumnal, sin embargo, sucederá con precisión astronómica dentro de dos días, el 23 de septiembre. Da lo mismo: esta parte del mundo marcha hacia la noche mientras la parte del mundo de la que venimos se dirige hacia el fuego del verano.
Para mitigar la melancolía que el movimiento de los astros nos provocaba S. y yo habíamos marchado, el fin de semana pasado, al Meridión, donde todo fue reconocimiento e identificaciones narcisistas (y, por lo tanto, también enfermedad: S. fue víctima de alguna enfermedad metropolitana: aquí la patada al hígado no existe, pero en cambio sí se cultivan el refrío estomacal o el infarto auditivo).
Vueltos al hogar alemán, los amigos que nos ayudan en todo nos habían preparado un suculento banquete de carne (algo ciertamente raro en estas latitudes).
Alguien me pregunta si me vine definitivamente a vivir a Alemania. Bueno, "definitivamente" es una palabra demasiado grave como para poder pensarla sin un escalofrío. ¿Sería yo capaz de afrontar un adverbio semejante? ¿Qué desencanto, qué esperanza, qué amor o qué odio hacia la patria me obligarían a cortar definitivamente las amarras que me ligan con mi tierra (ay, la territorialización sentimental, ay, el folclore) para internarme en este túnel de noche y hielo que se avecina ante nosotros, un año tras otro, para siempre?
Pienso en los amigos que lo han hecho con sobradas razones. Aquí están, sobreviven, nada malo les sucede. Yo no he sido poco feliz en este primer mes de aclimatación (soy una planta que ha sobrevivido al transplante), pero sé que en algún momento las compuertas del llanto se abrirán de par en par sin que yo sepa bien por qué.
Mientras tanto, me dedico a odiar con prolijidad a los psicóticos que programan los horarios de trenes y colectivos urbanos: ¿Cómo es que nadie grita que basta ya de tanta exactitud maníaca? ¿Quiénes son esos seres extraños que han diseñado un método infalible y en qué oficinas dominadas por una racionalidad sobrehumana trabajan? ¿Cómo es que consiguen que todas las combinaciones (trenes con trenes, trenes con buses) funcionen a la perfección, al segundo, siempre, y en qué desigualdades sociales se funda la mera posibilidad de un tiqui-tac así de loco?
El migrante sabe que en su tierra algo así sería imposible y sospecha que es un efecto más del imperialismo: el confort de las capitales metropolitanas se funda en la pobreza generalizada del mundo. El migrante busca el centro, jamás la periferia (eso, se llama éxodo). Y viene a instalar en este centro una cuota de irregularidad, de escándalo, de testaruda desconfianza hacia lo que funciona bien. Si es fuerza de trabajo, y siempre lo es, arrastra consigo un punto ciego de desmoronamiento.
El migrante, que enfrenta los controles en los aeropuertos aterrado porque trae su morral atiborrado de quesos sardos y de ramas de romero fresco, mira con antipatía al turista que cruza los detectores de metales con una remera en la que se lee "Terror in America. Destroy the system". Eso que para el joven turista a lo mejor es sólo un chiste o una cita de la cultura trash, para él bien puede convertirse en una obsesión insana.
Trato de terminar de escribir un libro que se me resiste. Voy al teatro. Programo visitas a las bibliotecas públicas. Siempre hay un libro que me falta. Hiervo tisanas para S. Opino sobre la secuencia de fotos para la muestra que prepara. Escucho los ruidos matutinos de la obra en construcción de al lado.
"¿Cómo es que nadie grita que basta ya de tanta exactitud maníaca?"
ResponderBorrarYo me pregunto cómo es que nadie grita basta ya de tanta ignorancia.
http://www.clarin.com/diario/2006/09/21/deportes/d-05201.htm