Desde que volvimos de Cerdeña (en verdad, desde que llegamos a Cagliari), S. no ha recuperado su compostura digestiva, lo que introduce disturbios en nuestra vida cotidiana.
Tenemos dos supermercados en el barrio: el ALDI, que viene a ser una especie de DIA, del otro lado del canal que cruzamos no por el Röntgenbrücke (porque el canal se abre como brazo del Spree una cuadra más abajo) sino por el puente siguiente, y el Reichelt, que queda camino de la estación de subte. El primero nos deprime un poco con sus góndolas de productos baratos, mal expuestos, y siempre más sintéticos de lo que un ciudadano normal podría tolerar. El ALDI nos devuelve a nuetra triste condición de migrantes pobres y lo visitamos sólamente para comprar tarjetas telefónicas, para alquilar dvds y para comprar frutas y verduras en el excelente negocio que tiene al lado (curiosa especialización de los negocios berlineses: bebidas y verduras, lo que en alemán da una preciosa frase aliterada, Gemüsse und Getränke).
Cuando nos ponemos verdaderamente ahorrativos, nos vamos hasta el Mercado de Kreuzberg, cualquiera de los dos días que funciona, donde los precios son escandalosamente más bajos que en cualquier otra parte y lo que venden es de excelente calidad. Pero las compras cotidianas las hacemos en el Reichelt, que tiene, desde hace unas semanas una promoción especial: completando una cuponera con unas etiquetitas autoadhesivas se obtienen importantes descuentos en la adquisición de cuchillos de cocina.
Cada vez que S. va a al supermercado "se olvida" de pedir los puntos (las etiquetitas), con lo cual yo sufro, porque pensaba regalarle a mi mamá para navidad un juego de cuchillos alemanes (por los que ella, por alguno de esos misterios familiares que a esta altura del partido ya no sé si alguna vez develaré, tiene una patológica debilidad). Protesto.
S. alega que la señora que siempre lo atiende en la caja lo odia, lo maltrata, le quiere cobrar las bolsas de papel que reciclamos siempre de una compra a la otra, le dice cosas complicadas a sabiendas de que él no la entiende. Yo la conozco y es cierto que es más atemorizante que la chica que atiende en otro turno (pero no hemos conseguido, todavía, deducir los ciclos de rotación para calcular la hora de visita al super). Como en ese supermercado "bueno", que tiene además panadería propia (es la razón por la cual lo elegimos), sólo se dejan ver nativos, no importa de qué clase social, ella nos mira siempre con desconfianza y debe de pensar las cosas más atroces de nosotros, que además compramos ingredientes para comidas a todas luces esotéricas, además de las clásicas papas alemanas.
Yo he intentado que S. se relacione lingüísticamente con la señora severa del Reichelt, pero como no se siente bien, no me parece justo someterlo a un exceso de nerviosismo que tal vez afecte su delicadísimo equilibrio gástrico. Así que hoy las compras voy a hacerlas yo. Sólo hay que completar veinticinco puntos para obtener un descuento del 50 % en el set de cuchillos de cocina. ¡Y con 50 ganamos un 75 % de descuento! S. alega que seguramente conseguiríamos cuchillos más baratos en cualquier otro lugar. S. F. abona su hipótesis y propone que vayamos un fin de semana de excursión a Ikea. Tal vez tengan razón, pero a mí me hace gracia aprovechar (y sé que a mi mamá le gustaría el gesto, que seguramente ella misma me inculcó en mi miserable infancia cordobesa) la módica oferta del supermercado.
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