sábado, 30 de septiembre de 2006

Poderoso caballero (2)

Hemos tenido, S. y yo, larguísimas discusiones que vuelven periódicamente como un ritornello de mendacidad a propósito de nuestro presupuesto y mi contabilidad. Desde nuestra llegada a esta bella ciudad (mejor dicho: desde nuestra precipitada huida de Buenos Aires, amenazados por el fundamentalismo catamarqueño), anoto todos nuestros gastos en la libretita Moleskine que me había regalado Edgardo con la esperanza, supongo, de que la usara para fines más liberales.
S. sostiene que debería incluir en mi meticuloso registro sólo aquellos gastos que tienen que ver con nuestra supervivencia. Yo le contesto que se equivoca de cabo a rabo porque, finalmente, toda la plata sale de la misma bolsa (o de ninguna, según se prefiera), con lo que mi manía y mis promedios periódicos son necesarios a los efectos de saber no tanto en qué gastamos la plata, sino cuánto nos hace falta ganar para poder seguir manteniendo nuestro austero "tren de vida" de migrantes forzados por las circunstancias, no importa si la imputación de la salida indica una compra de supermercado o la adquisición de una remera usada (en el mercado de pulgas) para mi hijo, que cumplió años la semana pasada, o un cuchillo que espero poder regalarle a mi mamá en las próximas navidades.
Algunos amigos y conocidos nos preguntan a qué actividades profesionales nos dedicamos. S., como es natural, se dedica a vender alguna que otra foto en muestras que organiza en los diferentes barrios de Berlín o a vender sus servicios profesionales, como ha hecho siempre. Yo he conseguido reunir un grupo de jóvenes alemanas, entusiastas de todo lo latinoamericano, a quienes instruyo en cosas como tango y bolero, dictadura y democracia, aportes de América Latina a la modernidad global (la papa, el tabaco, el nacionalismo y la revolución). No ganaré una fortuna con eso, pero alcanza para pagar el alquiler.
Ocasionalmente, realizamos trabajos de electricidad a domicilio (Silvia F., nos contrató para que, mañana domingo, le coloquemos las lámparas de techo en el coqueto pisito de Savigny Platz que habita). Pintar, todavía no pintamos (pero no nos negaríamos a hacerlo), ni hacemos traducciones (porque no nos las encargan). Ya se verá.
Por ahora nos arreglamos bien y, de nuestros ingresos del mes de septiembre, conseguimos ahorrar un puñadito de euros pese a que sobrepasamos en 8 el promedio diario de gastos que nos habíamos fijado. Multiplique el lector y comprenderá la loca cifra resultante en nuestras devaluadas monedas transatlánticas. Para colmo de males, días atrás descubrimos que las botellas de plástico de las gaseosas son también retornables y cobran por ellas en el supermercado un cuarto de euro por cada una. ¡Habíamos tirado a la basura como diez euros! ¡Con razón los cartoneros del barrio se complacían tanto en revolver nuestro tacho, espectáculo que habíamos observado con cierta inquietud desde la ventana de nuestro estudio!
S. insiste, sin embargo, en que el cálculo está mal hecho, porque ese promedio diario incluye una cantidad de erogaciones que no se corresponden con las necesidades cotidianas. Yo le respondo que, si tanto le desagrada mi contabilidad, que emprenda él la suya propia a ver cuál resulta de mayor utilidad. Y así, cada tanto, nos entretenemos contando moneditas.

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