Parecía que soñaba. Y soñaba según la lógica de esos seriales yanquies que miramos por la televisión. "Che, che", escuché que me interpelaba S. desde los pies de la cama en la que yo seguía roncando a pata suelta después de una larga noche que incluyó alaridos tangueros, opípara comida y sobremesa de intercambios políticos ("no se les cae una idea", me lamentaba yo; "estamos peor que nunca", sentenciaba melancólico José Miguel). "Hay gente en el balcón", conminó S., en este nuevo plano narrativo. Abrí los ojos y lo encontré vestido a los pies de la cama, reprochándome con su mirada mi profunda entrega a los brazos de Morfeo. Bien podría suceder que una escuadra de talibanes se presentara en nuestro domicilio y yo seguiría durmiendo, siempre y cuando no hicieran demasiado barullo.
Pensé en buscar el bate de beisbol para enfrentar a los intrusos, merodeadores o paparazzi (nunca se sabe). Y fue entonces cuando me dí cuenta de que no estaba ni viendo ni viviendo un episodio de la vida suburbana del gran país del norte, sino uno de una ciudad enloquecida, cada vez más salvaje e incontrolada, atravesada por tensiones que nadie quiere ver y mucho menos puede resolver racionalmente. No pensé nada de eso, cuando abrí los ojos, porque todo ya lo habíamos hablado en la sobremesa. "¿Cómo sabés?", murmuré. "Porque los oí", dijo S. Y haciendo coro con sus palabras, sonó el timbre (eran las 5.50 de la madrugada), y las gatas corrieron a esconderse, intuyendo lo peor (qué será para ellas "lo peor" lo ignoro, pero se escondieron con presteza). "Alguien" había subido a nuestro balcón, amparado por un andamio que desde hace meses se usaba para la reparación de la fachada del edificio en el que vivimos, en cumplimiento de las terribles disposiciones municipales que nos obligan a ello, so pena de multas y otras puniciones. Las voces inquietantes que había escuchado S. decían (me lo dijo después): "Toquemos timbre", "Así no se puede trabajar" y fue evidente, en ese después que no podría ubicar correctamente en el tiempo extraño de la duermevela, el despertar súbito y la inquietud por las cosas imprevistas, que eran palabras propias de los policías, a quienes S. había escuchado en la "escena del crimen", nuestro balcón. Dicho y hecho: cuando atendió el portero eléctrico, las fuerzas del orden lo conminaban a bajar. Y allí fue él, pálido como el fuego, al borde de la madrugada.
Curioso como soy por naturaleza, y no queriendo perder detalle de lo que sucedía, me levanté de la cama y subí un poco la persiana del estudio fotográfico de S., que da también a la calle. Vi un patrullero atravesado en la calle y una cantidad indefinida de agentes con las armas desenfundadas que, cuando me vieron, pensaron que yo era uno de los intrusos que habían perdido en la redada. "Abrí, abrí", me dijo uno, apuntándome con un arma que no soy capaz de identificar pero que era de grueso calibre. "No pienso abrir", contesté yo inútilmente detrás del vidrio cerrado, y bajé la persiana. "Está adentro, está adentro", dijo el agente que me había visto, y entonces mensuré mi error. Abriendo el vidrio, grité a la calle: "Acá no hay nadie más que yo (¿qué sentido podía tener la frase desde afuera? Ahora me doy cuenta de mi estupidez). Ya bajaron a abrirles". En efecto, S., en la puerta de entrada, explicaba que yo no era un intruso en su vida y en su casa (qué diálogo horroroso) y, al mismo tiempo, recibía los informes de los descontrolados agentes del orden. Habían visto a dos personas en nuestro balcón. Los había alertado el diariero de la esquina. Habían llegado a tiempo para capturar a uno de los intrusos, que se tiró a la vereda y dijo: "Mi primo siguió subiendo". ¡El hombre araña en nuestro barrio!
La policía quería subir a inspeccionar los pisos superiores. Como el departamento sobre el nuestro está desocupado y S. tiene la llave, tuvo que subir a buscarla y entonces me contó la marcha de la persecución. Subieron. "Entren ustedes, yo ni pienso", les dijo S., porque temía la balacera que habría de desencadenarse si encontraban al fugado. Por supuesto, arriba no había nadie. Yo, desde la cama, escuché los pasos de gigante que hacían temblar el techo y los gritos que decían "Por ahí", "Acá está abierto" (un ventanuco que da al pozo común de ventilación). Subieron un piso más, hasta el tercero, donde casi no quisieron abrirles la puerta, sin resultados: el otro, si es que acaso había existido, ya no estaba en ningún lado.
Bajaron de nuevo a nuestra casa (yo fumaba en la cama, nerviosísimo pero sin ganas de abandonar mi cálido refugio) y los agentes del orden exigieron inspeccionar el balcón. S. levantó la persiana mientras los demás se paseaban por la casa dando voces. Creí, ahora, que habitaba una película pornográfica (subgénero gay) y que esos uniformados iban a hacernos gozar como los cerdos gozan en el porno gay, sometiéndonos a sus caprichos: todo había sido una maniobra conducente a abusar de nuestra belleza, nuestra felicidad, nuestras (comprobadísimas) pericias amatorias. Mi imaginación colonizada, incluso, dio un respingo cuando uno de los agentes se asomó al dormitorio y me vio acostado en la oscuridad. Por supuesto, no me dio importancia. ¡No me dio importancia! Es sabido que las fuerzas del orden tienen su deseo puesto en la muerte y en la persecución. Les importaba más el balcón que mi película barata. Examinaron nuestro balcón. Vieron una huella. "Acá, acá: ¡una huella!". Dedujeron que los intrusos habían querido levantar la persiana haciendo palanca con el artefacto lumínico que utilizamos para dar a nuestras cañas el aspecto de hotel alojamiento que nuestras amistades tanto han celebrado en el pasado. "Pero no", dijo S. (yo lo oía sin perder detalle desde mi trinchera de duvet), "yo dejo siempre la persiana sin bajar del todo, por las gatas". Ellos insistieron en su teoría criminal. Zapateaban a metros de donde estaba yo, las manos prestas a desenfundar de nuevo, si fuera necesario. Le dijeron a S., todavía pálido como una hoja de papel de arroz, que debía ir a declarar, firmar un acta. "Es una excusa tuya", le dije yo, "para salir de madrugada con tus amigotes".
S. se fue, escoltado por las fuerzas del orden, que secuestraron el artefacto lumínico como prueba del delito (¿pero cuál, cuál?), y yo me puse a ver una película sobre un paranoico que, además, sufría de Alzheimer, protagonizada por Xavier (el capitán Picard), que algún demente había programado a esa hora insana.
Cuando S. volvió, me contó que de los cuatro patrulleros que se habían presentado ante nosotros, tres tuvieron que salir volando a cubrir un incendio en otra parte, y él tuvo que compartir el coche con dos agentes y el presunto delincuente, lo que no hizo sino intranquilizarlo. En la comisaría, tomaron fotos del manoseadísimo artefacto lumínico ("las sacamos ya, porque tenemos digital") pero lo retuvieron de todos modos para que fuera examinado por un perito científico. ¡CSI! El jovencísimo pillo declaró vivir en la otra cuadra. "Qué raro", dijo S. "Robar en el propio barrio". "Es que ya no hay códigos", le contestó un agente versado (pienso yo) en la semiología barthesiana y en la misma línea de lo que habíamos estado discutiendo en la ya lejana sobremesa.
Yo escuchaba el relato, pero quería volver a dormirme. S. dijo que nunca más iba a poder conciliar el sueño, en su vida. Le propuse que tomáramos turnos, para vigilar el fuerte. No hubo caso: dos horas después, otra vez el timbre repiqueteaba en mis sueños de cartón pintado y otra vez la policía quería examinar nuestro balcón, para fotografiar la huella (nítida, sobre la baranda recién pintada) con su camarita digital.
Pasaron las horas, dormitamos. Lentamente, las gatas recuperaron una tranquilidad que cada día más se les escapa ante el menor disturbio. Ahora, llaman a la puerta. Estoy solo en casa y no sé si atender o no.
QUÉ NOCHE BARILOCHE!
ResponderBorrarESO LES PASA POR IR A ESCUCHAR A LA DOLORES SOLÁ Y A LA CHICANA EN EL TORQUATO TASSO...
CUALQUIERA TIENE PESADILLAS DESPUÉS.
EDGARDO
Cosas como esa le hacen recordar que Weber tenia razon con eso de que el estado tiene el monopolio del uso legitimo de la fuerza.
ResponderBorrarYa me lo veo a Maximilian con su traje victoriano version "assless" embadurnando en aceite al policia diciendole: "haceme tu Marx de la burguesia"
Yo ya lo dije, en mi post sobre andamios http://ferkismo.blogspot.com/2007/03/underworld.html
ResponderBorrarLos andamios no protegen a nadie.
estoy leyendo La Ansiedad
ResponderBorrares fabuloso
saludos
Espantosamente burgués, pero precioso, como tú. ¡Más de estas cosas en tu blog, Daniel! Y hasta capaz se viene "Montserrat II"; ahora bien, una pregunta, desdoblada: ¿Sos monogámicamente celoso? ¿O celosamente monogámico?
ResponderBorrarUn abrazo...