Es de rigor: cada vez que viajo vuelvo a casa con una estatuilla de San Sebastián para incrementar la colección del artista del momento, que acaba de vender dos fotos. En Mérida recorrí el previsible mercado principal (muy desabastecido, atiborrado de porquerías que ni el más desencaminado de los turistas podía llegar a confundir con artesanías), sin suerte. Angustiado (considero de mal agüero no poder conseguir lo que quiero), recorrí todas las santerías (pa' arriba y pa' abajo) de las que tuve noticias. No sólo no lo tenían, sino que ni siquiera lo conocían. En el Museo de Arte Colonial y Eclesiástico, no había ni siquiera modelo para una miserable foto.
Maldije la laicización de las sociedades y, sobre todo, el monoteísmo (Cristos dolientes y reinantes, vírgenes y madonnas tenían a patadas) y la new age (ángeles de pacotilla, de esos que realizan con materiales diversos las señoras del canal de cable Utilísima, había hasta el vómito, en todas partes).
No me quedé tranquilo hasta que Diómedes, uno de los organizadores de la Bienal de Literatura y muy versado en las necesidades del espíritu me prometió (y busqué testigos de su juramento) que iba a encargarle a sus amigos artesanos una "gloriosa" talla del mártir y que me la enviaría en cuanto estuviera lista, o en cuanto volviera él a Mérida, luego de atender no recuerdo bien qué compromisos académicos en Barcelona.
Ahora que lo pienso, la segunda parte de la promesa me inquieta. Después de todo, Diómedes jamás me escribió mensaje alguno de correo para agradecerme los libros que, por su pedido, le hice llegar por intermedio de amigos. ¿Podré confiar en él? Sin Sebastiano (en imagen o en estampa) siento que no he viajado y, todavía peor, que no he vuelto.
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