Si no te lo dicen no hay modo de saberlo: en Venezuela usan corriente americana, de 110, mientras que nuestros aparatos (todos ellos) funcionan a 220, sistema europeo. Las computadoras, como tienen transformadores, de todos modos andan, pero los artefactos que carecen de ese adminículo no funcionan. A poco de llegar a Mérida, la batería de la cámara fotográfica que otrora me vi obligado a comprar dejó de alimentar mis fantasías de registro visual, lo que no me preocupó demasiado porque es una manía de los viajes que personalmente detesto. Poca cosa es lo que alcancé a fotografiar y, si lo entregué a la curiosidad de los paseantes de internet, fue para evitarme las descripciones pintoresquistas.
Lo que sí es un problema en Venezuela es el dinero. El cambio oficial dicta una conversión de dos mil y pico de bolívares por dólar, lo que constituye una ficción insostenible. En el mercado paralelo, el único accesible, no baja de 4.800 bolívares por dólar. Las cifras se convierten, mientras se espera la llegada del Bolívar fuerte, en millonarias, sin que sepa nunca uno bien si es mucho o poco lo que significan. Un paquete de cigarrillos cotiza entre 4.000 y 5.000 Bs. (según la marca, y el vendedor), una llamada a Buenos Aires de ocho minutos cuesta 16.000 Bs., el combo BigMac (de cuyo consumo me abstengo por principio, pero que es una unidad de cambio que conviene tener siempre en cuenta) se cotiza a 12.700 Bs. No parece haber demasiadas diferencias respecto de los precios argentinos, pero eso dependerá de la cotización a la que haya conseguido uno cambiar dinero, lo que vuelve totalmente inciertas las operaciones de compraventa.
Por supuesto, tanta preocupación por el dinero no hace sino revelar una de sus propiedades esenciales, su carácter completamente ficticio (e incluso, una ficción candorosa, diríamos: balzaciana, bien decimonónica, como los héroes que ilustran sus diferentes episodios).
Basta con observar detenidamente los bellos billetes que constituyen la moneda venezolana, con sus figuritas de otras épocas, sus batallas y sus desfiles de personajes más o menos célebres (Sucre, mucho más apetecible que nuestra gordísima Belgrano, pero no tanto como el románticamente cruel Juan Manuel de Rosas; Simón Rodríguez, con sus anteojitos de profesor buenísimo, etc.).
La leyenda dice, por ejemplo: "Dos mil bolívares pagaderos al portador en las oficinas del banco". Si me presentara al banco (¿pero cuál? ¿cualquiera? ¡No! Al Banco Central de Venezuela) con un billete de dos mil bolívares, el banco me entregaría... un billete de 2000 bolívares (y no, como hubiera sido previsible, tantas fracciones de hamburguesas, tantos cigarrillos, tantos gramos de pollo o res, tantos litros de petróleo o tantas pepitas de oro), y así hasta el infinito (lo que da un poco de vértigo). La ley de equivalencia monetaria no dice sino que la moneda vale por lo que dice valer, como si se tratara de una metafísica de la presencia y la nominación (la metafísica capitalista, claro).
Pero como la moneda no es sino un patrón de equivalencia, una abstracción en el fondo perversa, lo que se verifica es que el billete ha dejado de ser un "pagaré": no vale por tanto, sino que es eso que dice valer. Cuando hay una crisis monetaria lo que se ha perdido es la fe en esa palabra empeñada (en la performatividad del lenguaje capitalista), lo que resulta extremadamente curioso: en ese caso, el billete de 2000 bolívares habría dejado de ser 2000 bolívares: el ser aparece, en ese caso, hendido o perdido en un pliegue de significación.
En los actuales billetes argentinos, que son el resultado de varias crisis monetarias, la leyenda de equivalencia se ha perdido para siempre (no recuerdo en qué términos estuvo alguna vez formulada), no sea el caso de que a alguien se le ocurra presentarse al banco a reclamar quién sabe que. Por algo, en los dólares que atesoramos bajo los colchones se lee "In God we trust". Lo que se llama un auténtico "pagadios".
Supongo que en los futuros Bolívares fuertes, que quitarán tres ceros a la moneda (lo que volverá más fáciles pero no menos abstractas o perversas las operaciones de conversión), la leyenda maldita desaparecerá de escena.
Desde la crisis del 2001, los pesos argentinos dejaron de traer inscripta la leyenda "Convertibles de curso legal". Esto de debe a que al caer la ley de convertibilidad, el peso dejó de tener el respaldo en dólares que llevó a acuñar la frase "un peso, un dólar". Anteriormente los billetes estaban respaldados en su equivalente en oro. Actualmente, la situación es exacta a la que describís de los Bolívares: acatamos como real el valor inexistente pero autodeclarado de un pedazo de papel (el más caro del mundo, eso sí) igualito a como se hace con la obra de Julia Kristeva en Puán.
ResponderBorrarT.
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