Frédéric Berthet, Journal de Trêve
Trad. Alan Pauls
Me llamo Jérémie, es el nombre que me di. No tengo ninguna seña particular. Tengo gustos, pero cambian. Mi obediencia a las modas es mi manera de asumir un compromiso histórico. Puesto que no tengo nada que ver con la cronología pero igual hay que vivir, lo mismo da conformarse con lo que pasa más rápido y de la manera más vistosa. Me dicen que cambiar de corbata según el capricho de las colecciones es de una futilidad increíble, pero en el lugar de donde yo vengo y adonde voy, la idea misma de corbata es completamente inexistente. Puedo repetir esa demostración con cualquier objeto común. Me porto como un invitado encantado: aplaudo el tiempo que pasa, los sociolectos, me gusta como a nadie la cotidianidad extrema, es el saludo que le hace la extrema nada. Amo lo que no dura más que un día o una temporada, un siglo de verdad me produce el efecto de una tendencia que habría durado mucho. Porque en algún lado sé.
Soy peor que un niño salvaje. Nadie me enseñó lo que sé, me mostró lo que vi —que es espantoso. Todo lo que no dije es una vida paralela, y si no salgo por mi cuenta del bosque nunca nadie me encontrará. Un día, muy tarde, me callaré y seré yo mismo (mi aspecto físico, mi cortesía, que habré aprendido a volver exquisita, mis impresiones mudas) como el diario interrumpido que deja tras de sí un explorador antes de franquear realmente el límite, del que todavía nos preguntamos si está vivo o muerto.
Ya a los cinco años, cuando me llevaron a Harcourt, yo debía tener algún presentimiento, y en la foto parezco estar parodiando a André Maurois. Una manera de inclinar la cabeza hacia adelante, la mirada comprensiva y abierta a las preguntas. Se quejan de que no escucho lo que la gente me dice, estoy muy atento a lo que les habría gustado tanto decir, a mí o a otro. Pero no, hace un cuarto de siglo que voy de encuentro en encuentro, de casi todos podría decir que no dijeron nada, que algo en ellos no dejó pasar el suspiro más pequeño. Como un cura decepcionado por las agonías para las que lo llaman: nada que condenar, nada tampoco que absolver; sólo queda anular, de ruptura en ruptura, antes del alba todo se habrá borrado. Lo que le falta a este mundo, y lo que le falta al lenguaje, es una manera correcta de despedirse: hasta eso nos es negado, cuando quizá bastaría para conformarnos.
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