Los organizadores del IV Encuentro de Escritores Latinoamericanos que se desarrolló en la ciudad de México entre el 24 y el 26 de abril incluyeron en la programación dos espectáculos artísticos, que me permitieron profundizar una reflexión sobre la autonomía del arte que había comenzado en Los Ángeles.
El Circo Raus (que hace diez años realizó una versión teatral de Salón de Belleza de Mario Bellatin) propuso la "instalaformance" (sic) "Tiro a blanco", con música encantatoria y una puesta basada en el movimiento azaroso de unos diez personajes alrededor de uno de los patios del ex-convento de San Jerónimo y en sus galerías superiores. Durante el show, los espectadores éramos conminados a movernos a través del espacio y, al mismo tiempo, se nos prohibía pisar unos caminitos de tela que atravesaban el patio. Como era difícil hacer una cosa y no la otra, fuimos conducidos de la mano por los mismos partiquinos que, disimulados entre el público, susurraban cada tanto en nuestros oídos frases poéticas tomadas, probablemente, del repertorio de Octavio Paz, a quien se homenajeaba.
El resultado no habría desentonado en cualquier Festival de Teatro, incluido el de Buenos Aires, y era de un gran desasosiego porque no se entendía nada y se apelaba a la peor de las complicidades, la autonomía del arte y sus universales: la lentitud de los movimientos, la duración, el engolamiento, el sentido opaco, la autocomplacencia, el vanguardismo repetido hasta la náusea. "Ahí tenés, el arte autónomo", le dije a Martín Kohan, que había sufrido tanto como yo la peregrina puesta del Circo Raus (mejor habría sido un concierto de música pelada, sin performance, sin poesía, sin la consideración artaudiana del público como un material más del "arte"). "Esto no es arte autónomo, es arte malo", contestó Martín con una carcajada. Coincidíamos en eso, claro, pero yo creo que el fundamento de esa coincidencia había que buscarla en la incapacidad para imaginar algo, cualquier cosa, precisamente lo que habría funcionado como negación del mundo y nos habría puesto en otro trance.
Al día siguiente, los alumnos de la Escuela Nacional de Danzas Folklóricas ofreció en el mismo espacio una muestra de danzas aztecas. Cosa menos "artística" no podría imaginarse, desde los trajes de gala, casi una comparsa carnavalesca, hasta el previsible hundimiento de la percepción en el más hondo tradicionalismo. Y sin embargo...
Hubo más emoción y más riesgo en la performance de las estudiantes de danza (mujeres, en un 99 %) que en la del Circo Raus, y en pocos minutos lo que hacían, a través de sus saltos y sus gritos y la monotonía de los tambores, suspendió el tiempo y nos retrotrajo a un mundo cruel donde la danza, la cacería y el sacrificio formaban parte del mismo ritual (no había escenario, y el espacio no estaba delimitado y una de las danzantes terminó con un pie herido, de tanto rebotar sobre la losas coloniales: hasta el cuerpo de los participantes estuvo en riesgo).
Contra el circo del arte, la escuela de danza ofrecía un arte menor que no encerraba el sentido, sino que lo liberaba en flujos de energía que nos atravesaban y nos daban miedo. Cualquiera de nosotros podía haber ocupado el lugar de la víctima en esa "guerra florida".
sábado, 3 de mayo de 2008
La verdad del arte
por Daniel Link para Perfil
una vez vi algo de circo raus con mi hermana en méxico. la crítica hablaba de vanguardista y erótica.... un bostezo.
ResponderBorrarDaniel,
ResponderBorrarRafael Filippelli, el nuevo Di Nucci del cine.
Y sino, mirá
www.lapeceraqueapesta.blogspot.com
Esa negación del mundo de la que hablás parece constituir cierta autonomía, cierta diferencia, o me equivoco?
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