jueves, 11 de septiembre de 2008

Preguntan si...

Daniel el terrible

La escritura de Daniel Link siempre brota de entre los pliegues de la ficción y la autobiografía, la crítica cultural y el diario íntimo, la tradición literaria y la curiosidad por las nuevas tecnologías. Dentro de esas mismas coordenadas, La mafia rusa, su nuevo volumen de relatos, lo revela además como un narrador consumado.

por Matías Capelli para Inrockuptibles

"A veces pienso en Rilke, que estuvo diez años trabado porque no podía terminar unos poemitas. Y me parece injusto. Uno tiene una sola vida, más vale aprovecharla". La frase, deslizada por Daniel Link sobre el final de la conversación, ayuda a acercarse a su manera de entender la literatura, más desde la perspectiva del autor que del lector, si es que vale plantearlo en estos términos. Como también recordar, hablando de poesía, aquel título suyo: La clausura de febrero y otros poemas malos, que no estaban ni cerca, por supuesto -pero ésa tampoco era la idea-, de Las elegías de Duino del poeta de Praga. O volver a sus dos primeras novelas, Los años noventa y La ansiedad, construidas en base a grabaciones en casetes de contestadores automáticos, la primera; intercalando mails y sesiones de chats con citas de Kafka, Foucault, Barthes y La montaña mágica, de Thomas Mann, todo prologado por dos entrevistas periodísticas al autor, la segunda. Vistas ahora, parecen haber sido escritas con el arrojo "experimental" de su obra de teatro El amor en los tiempos del dengue, o con el que dice que quiere grabar un disco de versiones del pop italiano de los setenta ("Sé que canto mal, pero por qué me voy a morir sin haber grabado un disco"), que con la "seriedad" de sus trabajos como crítico o ensayista. Pero a partir de Montserrat (06), una novela entre el diario de peripecias y la crónica urbana publicado primero como folletín en su blog, y después como libro, todos esos nombres en apariencia irreconciliables -de Rodolfo Walsh a Gaby Bex, de Cucurto a Proust, de Agamben a Renato Zero- parecen haber empezado a fraguar en una voz narrativa que en, La mafia rusa, libro compuesto por textos que ya habían circulado en lecturas, diarios, revistas o Internet (sí: Link es un escritor ansioso), alcanzan momentos adictivos, y generan mucho entusiasmo cuando promete una novela "sacada" que ya va a llegar.

ENTREVISTA> La mayoría de los relatos que componen La mafia rusa habían sido publicados antes en revistas o en Internet, ¿cómo fue la reelaboración para llegar al libro?

Daniel Link: En general lo que tiro al blog son los textos en crudo, un poco porque me gusta la idea de ir publicando periódicamente, otro poco por el pánico a que se me queme el disco rígido. Y en tercer término, para tener una idea de cómo funcionan, de qué tipo de recepción o de lectura encuentran. No tanto porque me vaya a guiar por esas lecturas, si no porque me sirve para controlar el tono. A veces uno piensa que está escribiendo un texto gracioso y la gente lo lee como patético –o al revés. Después, cuando pasan al libro, la juntura misma de un texto con otro requiere por ahí retoques, ampliaciones o recortes. De La mafia rusa hay sólo tres textos que no había pasado por ninguna lectura pública o publicación previa.

¿Por qué en general tus textos hacen ese recorrido de volverse públicos antes de ser publicados?

No me imagino en este momento escribiendo un libro durante dos o tres años sin que nadie sepa nada, como un secreto. Inclusive el proceso mismo de transformación de los textos, para mí es interesante de verlo. Ver cómo era desde que lo pensé hasta que queda impreso. Me gusta la idea de que el libro sea lo último. Aunque para mí, un poco por mi formación y otro por ver cómo funciona, el libro sigue siendo el soporte más dúctil. Internet funciona como experimento, y a mí me sirve mucho, pero no creo que sea el destino de la literatura. El destino de la literatura sigue estado en varias cosas al mismo tiempo, pero no se puede prescindir del libro.

¿Cuál fue la idea o eje a la hora de armar La mafia rusa?

La idea no fue muy ajena a la de Monserrat, en algún punto: trabajar en relación con ese umbral raro, imperceptible, entre lo real y lo imaginario; qué parte de lo que uno cuenta se puede tomar como una verdad testimonial y qué como pura invención. Uno mismo no lo sabe, porque la memoria funciona un poco de ese modo. En este caso en particular decidí que el libro reclamaba para trabajar esa indecibilidad entre lo real y lo imaginario, esa oscilación, también el ir y venir en el tiempo. Le convenía al libro ese pasaje del pasado al presente, todo el tiempo. Así que yo creo que si bien los textos tienen apariencias diversas, otra textura o cualidad, como ficción y como relato en algún punto están bajo la misma preocupación.

Tus últimos libros son más narrativos que tus primeras novelas, en las que casi no había un registro, un narrador…

Tiene que ver básicamente con necesidades del momento. Yo creo que soy mucho mejor escritor de diálogos que de descripciones. Me cuesta horrores describir, me lleva a la desesperación. Y no me gusta desesperarme cuando escribo, trato de sostener una idea de felicidad. Mis dos primeras novelas supusieron investigar ciertos medios, y la investigación que podía hacer ya está, la hice, no podía continuar con lo mismo. Me gusta experimentar. La idea es tratar de no seguir un sólo camino, sino ver todas las posibilidades... Me debo todavía una novela “sacada”. Ya va a llegar.

Tanto Los años 90 como La ansiedad estaban muy anclados en un momento determinado. Ahora que pasaron algunos años, ¿cómo los ves?

Siempre digo que uno es básicamente escritor de un sólo libro, y ese libro a veces puede escapársele, por lo cual uno va publicando tentativas. Entonces, por lo menos yo, me veo más como un escritor de páginas más que de libros. Y cuando releí esas novelas, más allá del pudor que me da, hay páginas que me gustan. Tengo una relación con esos libros de enorme cariño; aprendí mucho con ellos, me sirvieron. Para una persona como yo, curioso y al mismo tiempo temeroso de la técnica, son experiencias que me parece tenía que hacer. Estando todo eso a mi disposición, por qué no intentar atravesarlo y ver qué sale. No son libros de los que renegaría. Sigo encontrando que hay páginas que están bien, y otras que no. Y ya.

¿Qué valor le asignás a lo autobiográfico que siempre está tan en juego en tu narrativa?

Lo testimonial también en sí mismo es bastante problemático. Uno es testigo de algo, pero de qué, no lo sabe. Es importante, pero sobre todo por esa cosa del “no saber”. Soy testigo del presente, de mi época, de Buenos Aires, pero esto no quiere decir nada. Y por otro lado, un testimonio sólo se puede sostener en la dignidad de una primera persona, de un yo, que también es bastante ilusorio: es la palabra que menos sentido tiene en cualquier idioma. Finalmente son ciertas lecturas las que pueden deliberar, decidir la “verdad” del testimonio que uno ha brindado.

En varios relatos de La mafia rusa sos bastante irónico a la hora de retratar ese circuito internacional de invitaciones a conferencias, becas, residencias, aunque participás seguido en esas experiencias…

Son equívocos: a mi no me gusta mucho viajar. Lo hago porque tampoco me voy a poner en situación de anacoreta. Pero la verdad es que soy una persona que extraña mucho, soy bastante doméstico, me agarra como un vacío de sentido. Salvo que uno esté en una especie de crucero permanente tomando champagne y cocaína, de fiesta en fiesta, que no es mi estilo de vida, aunque a veces me guste simular que lo es, lo cierto en mi casa estoy más cómodo. Lo que me permite sobrevivir en esos viajes largos es ponerme en una posición imaginaria. Así surgió el relato Migrar es morir un poco.

¿Sentís esa misma incomodidad con el mundo académico, o es también una simulación?

Con el mundo académico tengo las estrictas relaciones que uno puede tener con un trabajo. No lo defiendo, pero tampoco lo ataco porque sí. Tienen cosas buenas y cosas malas. Es un trabajo, no un estilo de vida, y todos los trabajos son consecuencia del pecado, en algún punto. El mundo académico suele ser bastante cerrado sobre sí mismo, bastante poco mundano. Y a mí me parece que la mundanidad es necesaria: salir un poco, ver lo que sucede más allá de los libros, es importante. Pero al mismo tiempo, reconozco que la sola mundanidad puede llegar a ser descerebrada. Me parece que hay que entrar y salir, combinar.

También cargás bastante las tintas contra el mundo del cine independiente, en ese relato Accidente cardiovascular…

La misma noción del cine independiente me resulta insoportable. Antes había cine de vanguardia, que me parece era más respetable. A gente como Jonas Mekas ahora los engloban como “cine independiente”, pero ellos se consideraban cineastas experimentales. La única diferencia que uno puede notar entre las películas mainstream y las películas independientes, es, básicamente, el grado de freakismo involucrado en el universo representado. Pero la verdad es que las del cine independiente son películas débiles que no consiguen la audiencia de masas porque hablan de cosas que las masas no quieren escuchar. El cine ha perdido esa capacidad para seducir a las audiencias, y yo me siento víctima de esa capacidad. Ahora encuentro en la televisión aquello que antes encontraba en el cine. Soy un gran fanático de las series, de las temporadas. No es que toda la televisión sea igualmente buena, pero tiene capacidad de investigación de ciertos aspectos de la narración audiovisual que el cine ha perdido, salvo excepciones.

¿Qué series te gustan?

Pienso sobre todo en series no episódicas, si no en los relatos tipo Héroes o Lost. Que tienen un diseño narrativo a largo plazo, y que les da espacio para incorporarlo todo. No hay momento, no hay género que no puedan explorar, no hay estilos de actuación o chistes que no puedan hacer. Y al mismo tiempo, consiguen momentos extremadamente conmovedores. A mí lo que me gusta de Lost no es que esté “bien hecho”. Está bien hecha porque hay mucha plata. Es más bien una especie de sumatoria de todas las historias posibles. La calidad de los diálogos, el manejo de la intriga, la intensidad de los momentos dramáticos que consiguen, la profundidad y delicadeza con la que trabajan la conciencia de los personajes, me parece que marcaba un antes y un después en términos de representación audiovisual. Por supuesto que en diez años probablemente ya no se puedan ni ver... Las imágenes envejecen mucho más rápido que las palabras.

¿Después de haber estado tantos años al frente del suplemento literario de un diario y haberte ido, cómo los ves ahora desde afuera?

Lo que noto en el periodismo cultural es una tendencia a la miscelánea acrítica. Da lo mismo cualquier cosa. No hay ningún tipo de, no digo línea, porque tal vez sea imposible de sostener, pero en todo caso no hay tampoco un campo de problematización. Todo va entrando de acuerdo con la lógica cíclica de los medios. Todo en definitiva termina emparejándose, da lo mismo una cosa que otra. Los suplementos empiezan a competir entre sí, y no hay diferencia en última instancia en cuanto a los contenidos. Todos hacen exactamente lo mismo, mejor o peor, no importa. Todos quieren ser como Babelia, que es más aburrido que chupar un clavo. Pensemos la diferencia de perspectivas que hubo en algún momento, por ejemplo, entre La Nación y Tiempo Argentino. Es como si hoy les costara o les pareciera que elegir está mal.

Tras tu experiencia en los medios y en la academia, ¿por dónde creés que pasa la especificidad de la crítica periodística, si es que existe?

El discurso crítico es tan exterior a los medios masivos como a la academia. De lo que se trata es de trazar la definición de un campo de problematización en relación con la cultura, la literatura, el cine. Porque no puede ser que dos libros que respondan a concepciones de lo literario radicalmente distintas, resulten igualmente valorados por el mismo suplemento. Y hay que entender que si uno dice que tal novela no le pareció tan buena, se está hablando de la novela, de la película, eso es lo que está en discusión. Y por lo tanto la crítica debería ser entendida como eso: una intervención a propósito de algo puntual, y no “maten a tal escritor”. Aunque hay escritores que merecen la muerte, no son tantos.


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