domingo, 3 de octubre de 2010

Casi ángeles

A medida que bajábamos a las profundidades de las catacumbas de San Sebastián, cerradas al público ese día, Dino explicaba su teoría del fantasma.



No se veía casi nada más allá del haz de luz de su linterna y la humedad y el frío crecían exponencialmente a medida que bajábamos cada uno de los escalones de los tres niveles de la Necrópolis subterránea.
Incontables túneles secundarios se abrían a derecha e izquierda, clausurados para el tránsito turístico, pero a través de los cuales Dino nos hacía pasar a los lugares más recónditos del laberinto (entrenado como estaba en la descripción del lugar, no podía evitar ir señalando algunas de sus características: una inscripción, una lápida milagrosamente íntegra, un grafitti de los primeros años del cristianismo).
Temí, como no podía ser de otra manera, que hubiéramos caído en manos de un demente cuyo propósito fuera abandonarnos en lo más profundo de la catacumba donde, hubiera o no fantasmas, yo estaba seguro de que moriríamos de miedo antes del día siguiente (aunque el día, aquí debajo, tenía más bien poco valor orientativo).
Estábamos en el tercer nivel, y habíamos ya dejado atrás las tres tumbas paganas que constituyen el centro de la ciudadela subterránea. Mucho más lejos había que ir, decía Dino, para encontrar la mayor concentración de energía metamórfica es decir: los procesos de transfiguración más complejos e impresionantes.
No debíamos temer, nos decía: la experiencia podía ser impresionante, pero había que entenderla antes como una revelación que como una amenaza.
Más de media hora después de haber traspuesto los túneles más angostos, en los que debíamos deslizarnos de costado, de caverna en caverna, llegamos a una cueva de rara iridiscencia.
Dino nos ordenó que nos sentáramos contra la pared, en algo que parecía un banco pero que pronto comprendimos que era un nicho, afortunadamente vacío, como casi la totalidad de los que habíamos visto a nuestro paso.
Allí, debíamos aguardar en silencio y dejar que nuestra mente vagara a su antojo por los laberintos de la memoria, simétricos, en la perspectiva de Dino, de los que habíamos recorrido. Así lo hicimos, mirando fijamente la nada, la oscuridad, el silencio, con los huesos ateridos de frío y de humedad. Tiritábamos.



La luz de la linterna alumbraba débilmente el sector más alejado de nosotros al fondo de la caverna, donde el aire parecía más denso y donde parecía que se formaban nubes de polvo.
Dino susurraba cosas que tenían que ver, si no recuerdo mal, con la resurrección de los muertos. Enumeraba los problemas que ese costado del dogma había implicado para los teólogos medievales: de acuerdo, los muertos resucitarían para el juicio final, ¿pero en qué estado estarían sus cuerpos? ¿El mutilado en la batalla volvería sin los miembros que había perdido? ¿La hechicera incinerada, renacería con su cuerpo hecho una llaga viva? ¿O sería Dios, en su sabiduría infinita, quien decidiría en qué estado llegaría cada uno a su presencia para escuchar la sentencia definitiva? Nada de eso afectaba a la teoría del fantasma, o sí, era difícil saberlo, porque a veces los argumentos que se esgrimían en favor de una forma de la transustanciación y otra eran los mismos. ¿Qué queríamos ver? ¿Qué esperábamos ver? (susurraba).
No sé si pensé en una figura determinada o no, pero de pronto, supe que a mi lado, además de S., había alguien más. Miré hacia mi derecha, con los pelos de la nuca erizados, y vi a mi hermano muerto, que me sonreía.
Cerré los ojos con todas mis fuerzas, apreté el brazo de S. y los volví a abrir. S. me devolvió el apretón con lo que entendí que no estaba alucinando: Juan Link, mi hermano muerto a la edad de dieciocho años de un teratoma embrionario, estaba sentado a mi lado y me sonreía, como si el tiempo no hubiera sucedido, como si las incontables sesiones de quimioterapia a las que se sometió durante su agonía no lo hubieran alcanzado, como si los cientos de gramos de morfina que hubo que darle para que no sintiera su cuerpo moribundo no hubieran minado su confianza y su alegría.
Le puse la mano en el hombro (contra mi expectativa, la mano quedó apoyada como si se tratara de algo sólido), lo abracé y susurré en su oído la pregunta que casi todas las noches me formulaba antes de dormirme: "¿Por qué te moriste?".
Él suspiró profundamente, me revolvió el pelo como si yo fuera el hermano menor y no al contrario y me contestó, también en un susurro, con un tono que implicaba la obviedad de la respuesta: "Porque no podía competir con vos por el amor de la Ma".

5 comentarios:

  1. ¡No es justo! O más bien lo es mucho y por eso me encanta. Antes nos habías dejado mudos con la aparición de lo sobrenatural y ahora nos descolocás con la nota íntima y desgarradora...

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  2. La conmemoración de una persona en la premonición, o en el sueño, siempre con lleva un regreso, un retorno...
    Sin embargo para un libro no pondría esta entrada del blog, desde mi gusto totalmente arbitrario y subjetivo, claro está...
    Abrazo!!!!!

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  3. Anónimo10:16 p.m.

    Ojalá esto que contás no sea mera ficción! Qué dicha pensar en la posibilidad de que esta experiencia sea cierta. Voy a ensayar hacer corpóreo a mi amado fantasma. Después te cuento.

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  4. Diego B11:02 a.m.

    lindo, virgileano.

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  5. Bellisimo. No pude dejar de llorar por un largo rato.

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