Por Daniel Link para Perfil
Me gusta el orden, pero soy incapaz de conseguirlo y, en esa tensión entre el deseo y la (in)capacidad, se me va la vida.
Periódicamente ordeno mi biblioteca alfabetizada, pero no hay forma de mantenerla en buen estado: a veces pierdo libros durante meses y vuelvo a encontrarlos cuando ya no los necesito. Como, por lo general, trabajo con libros, es frecuente que, durante meses, se acumulen en pilas alrededor de mi escritorio, mientras, en la biblioteca, los huecos se multiplican desagradablemente.
Con los papeles, es otra historia. Soy riguroso ordenando algunas cosas. Un sobre con todas, absolutamente todas las tarjetas de embarque que alguna vez usé (no sé para qué). Cajas donde guardo los borradores manuscritos de mis libros. Una carpeta con contratos editoriales y liquidaciones de derechos de autor. Otras cosas, sin embargo, están en alguna parte, pero vaya uno a saber dónde (fotos, recibos de sueldo).
Sé cuál es el problema que me impide ser tan ordenado como quisiera: tiendo a guardar más de lo debido (¡una cajita de metal con monedas conmemorativas!) y así, mi espacio de trabajo es como un refugio posnuclear donde todo se acumula por si acaso (colecciones de revistas, linternas sin pilas, resúmenes bancarios y cuentas pagadas).
Desde que existen la computación e Internet sobrevivo al caos mental del cual es síntoma el desorden de las cosas (estoy convencido de eso) armando rigurosos sistemas de carpetas donde archivo los comprobantes de pagos electrónicos, mis protocolos de lectura, lo que escribo. A finales de 2009 hice un resguardo de mi disco rígido. A finales de 2010, mi disco rígido se quemó. Un mes después, todavía sigo evaluando las pérdidas (que no fueron tantas: todo está en alguna parte de la red) y, sobre todo, tratando de reordenar la información recuperada de mi disco. La perversidad del destino quiso que todo me apareciera completamente desordenado: una larga lista de archivos, algunos de los cuales puedo reconocer por su nombre, y mandarlos a la carpeta correspondiente, pero otros no.
Me paso un par de horas cada mañana examinando documentos que se llaman “Hojita.doc” o “Boston.txt” (¿para qué guardé los datos de una cuenta bancaria que ya no tengo en un banco que ya no existe?).
Algunos amigos míos (no demasiado más viejos que yo) tienen asistentes que los ayudan a ordenar la biblioteca, los pagos, la agenda. Yo, en cambio, tengo prohibido que alguien toque nada en mi estudio y así, poco a poco, me entrego a la desesperación y me hundo en la locura.
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