por Daniel Link
A los ocho años, cada vez que se ponía a dibujar, Leia Organa entraba como en trance y, después, cuando veía lo que había “salido”, se preguntaba si acaso estaba hechizada o tal vez en trance hipnótico. ¿Qué eran esos mundos y esos soles que acudían a ella como por encantamiento?
Poco era lo que Leia conocía del mundo e, incluso de Aldera, la ciudad donde vivía: su padre, Bail, que le había procurado la mejor educación posible, no quería perderla de vista ni un instante.
Para Leia no hubo nunca visitas a Grieta o Terranium, ni campamentos de verano, ni temporadas en las playas de Alderaan, ni fines de semana en la campiña… ¡ni siquiera fiestas fuera del palacio en el que vivía, donde todas sus amigas y amigos eran sometidos a tales protocolos de seguridad que, luego de sortearlos, ya prácticamente tenían que volver a sus casas (igualmente palaciegas)!
Por supuesto, Leia jamás había subido a una nave y le habían señalado que esos pasatiempos no correspondían a personas de su clase, cuyo destino, para bien y para mal, estaba ligado al gobierno (es decir, a la representación parlamentaria, el complot y la defensa de intereses abstractos que, aunque se los repitieran, ella no terminaba de entender).
¿Entonces, por qué se descubría dibujando una y otra vez los mismos planetas, dominada por un fuego interior que la dejaba exhausta después de esas sesiones rabiosas? ¿Eran esos continentes apenas entrevistos, esos planetas de hielo y esos gigantes gaseosos rodeados de collares de piedras algo que tenía que ver con su futuro o con su pasado?
¿Y por qué su padre se entristecía cada vez que ella le mostraba uno de esos dibujos y le preguntaba qué querían decir, si esos mundos tenían efectivamente un nombre, si su vida estaba atada al de esas tierras desconocidas, si podría ella alguna vez visitar esos dominios remotos?
Como las mismas figuras acudían a su mano (sin que ella se lo propusiera) una y otra vez, Leia comenzó a sospechar que tenían que ver con su destino: se volvió una niña caprichosa y un tanto agria, que pedía con modales rudos excentricidades como ¡un caballo!
En Alderaan no había caballos (eran una especie exótica), pero su padre decidió importarlos para su principessa. Caballitos blancos como los de sus dibujos, pero también unicornios de mundos más lejanos, cuadrillas de briosos corceles árabes capturados en el confín de la vía láctea, centauros de los mundos metamórficos. A Leia, que amaba a esos animales, nada parecía satisfacerla, sin embargo. “¡Y no me digas princesa!”, le gritaba a su padre. “¡Yo no soy ninguna princesa!”.
No entendía la manía de todos los demás habitantes de palacio por llamarla de ese modo: ella no era una princesa porque su padre no era un rey: había sido senador y ahora era representante virreinal del gobierno central. Ella habría de seguir sus pasos pero, por razones que ignoraba, el título (inadecuado a su condición social) le resultaba intolerable, como una herida abierta en su costado.
Leia sospecha, a sus ocho años, que como aquel Luis XIII del que alguna vez le han hablado, que tiene la edad de la especie, tiene por lo menos doscientos cincuenta mil años. Algunos años más tarde los habrá perdido, no tendrá más que veintitrés años, se habrá vuelto un individuo, no más que una representante de Alderaan ante el Senado Imperial, atolladero del que tal vez no pudiera salir nunca.
Los años pasaron y Leia, ya senadora, se volvió cada vez más rebelde y taciturna (“La princesa no ríe, la princesa no siente; la princesa persigue por el cielo de Oriente la líbelula vaga de una vaga ilusión”, cantaban los bardos y repetían los aldeanos). Dejó de dibujar y, salvo las salvajes cabalgatas a las que se entregaba en los recesos parlamentarios en los bosques privados del palacio, dejando a los animalitos exhaustos y con el corazón a punto de estallar, no parecía haber otra cosa que calmara sus ansias de exterior, incomprensibles incluso para ella, que quiere ser golondrina, quiere ser mariposa, tener alas ligeras, bajo el cielo volar.
Una tarde se demoró más de lo previsto por el protocolo palaciego en un claro del bosque, donde su caballo quiso detenerse para reponer energías comiendo de alguna de las ocho mil clases de hierba que los antiguos (y ya extintos) habitantes de Alderaan, los killiks, habían cultivado.
Mientras se mojaba el pelo en la fuente cercana para recomponer los rodetes con los que ordenaba su cabellera indómita (los siete peluqueros contratados por Bail para el cuidado de su cabeza habían ya renunciado a los complicados arreglos previstos desde antaño para las personas regias, porque Leia odiaba esas torres endurecidas con polímeros que la obligaban a caminar tiesa como una estatua viviente), una fabulosa tormenta se desató en pocos segundos.
Pero no era un trastorno atmosférico lo que se había formado sobre la cabeza de Leia, sino un astuto dispositivo que camuflaba el aterrizaje de una flotilla de naves totalmente desconocidas para la joven senadora que, desde que se había hecho cargo de las funciones oficiales para las que había sido educada, demostró una predilección irresistible por los diferentes modelos de aeronaves, sus propiedades físicas y mecánicas, su potencia y su rango de autonomía. Pero no, Leia nunca había visto ni oído hablar de naves como éstas, que parecían obra de civilizaciones mucho más estilizantes que la ya de por sí educadísima sociedad de Alderaan (sede de una de las más famosas universidades del Universo entero y tierra de filósofos y artistas reconocidos hasta en los más recónditos rincones de la galaxia), aunque le recordaban a los peces luciérnaga que nadaban por los ríos de plata en tiempos de los killiks.
Para sorpresa de Leia, de la nave nodriza bajó una comitiva: doce dignatarios acompañados por cien negros con sus cien alabardas, un lebrel que no duerme y un dragón colosal. Luego de las presentaciones de rigor, le confiaron las razones de su visita (que le rogaron mantuviera en el más estricto secreto): venían desde la cuarta luna del planeta Yavin a encomendarle una misión que ella (y sólo ella) podría cumplir con éxito: llevar unos documentos secretos al exoplaneta Tatooine, donde los esperaban, en la nave diplomática Tantive IV, que ponían a su disposición y que estaba pertrechada para su partida inmediata.
Si todo salía bien, le dijeron para despejar las dudas que pudiera tener (ignoraban que Leia, en cuanto había visto la flota, había recuperado de un solo golpe los mundos dibujados de la infancia y sólo quería partir), salvaría a Alderaan de la destrucción y conocería “al feliz caballero que te adora sin verte, y que llega de lejos, vencedor de la Muerte, ¡a encenderte los labios con su beso de amor!”.
Ajena a toda forma de romanticismo, Leia apenas si escuchó las últimas palabras. Subió a la Tantive y, una vez que estuvo en el espacio exterior, dibujó en su bitácora algo que al instante supo que era un campamento de rebeldes en el que ella, tal vez, encontraría las respuestas sobre su vida que tanto tiempo había estado buscando.
Las ilustraciones de Jill Mulleady forman parte de la muestra (y el libro) Cachorros. Obras de infancia.
En el fondo, Daniel, somos unos niños, zomoz nennnittttos, gracccchiaas!
ResponderBorrar(“La princesa no ríe, la princesa no siente; la princesa persigue por el cielo de Oriente la líbelula vaga de una vaga ilusión”, cantaban los bardos y repetían los aldeanos).
ResponderBorrarAy!me dolió. dulce imsomnio en tu blog
amaba los ponys, LE ARRUINARON LA INFANCIA!! :'(
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