viernes, 14 de octubre de 2011

Un cacho de cultura

por Lux para Soy


“¡No, Cachita, no!”, grité desde un pozo de desesperación, hundidx en el sillón del fondo de la galería miaumiau (Bulnes y Cerviño), donde se estaba por realizar la presentación del libro Desbunde y Felicidad de la Dra. Cecilia Palmeiro y donde se había dado cita lo más granado de lxs jóvenes-viejxs del cambio de milenio: Belleza y Felicidad en pleno, Javier Barilaro (elegantérrimo), Pablo Pérez (le arrancamos de la boca la petaca de tequila), Ale López, una pareja de recién casadxs, la cronista de la alta sociedad María Moreno, muchxs estudiantxs de Letras, millonarixs sin cabeza...

La Cacho me había arrancado de la cárcel domiciliaria (después de mis desventuras turcas y de mi excursión con las travas de bombo y bombilla la Justicia me puso tobillera con gps para impedir mi huida de Buenos Aires). Disimulaba mi libertad condicional y mi electrónico encadenamiento con un palazzo que encontré herrumbado en el fondo de mi placard (donde hay de todo, menos secretos).

La Cacho me hostigaba por lo bajo para que contara no se qué aventuras (suyas o mías) en ese antro berlinés llamado Lab-Oratory, excavado en los sótanos de una vieja fábrica en los alrededores de Ostbanhof, donde, arriba, funciona una discoteca de moda.

Me negué tajante, hartx de aventuras sin sentido, añorando mis amores egeos y entregadx, ahora, en una noche gris de octubre, a la escucha atenta del arte más exquisito a nuestro alcance, el que la Dra. Palmeiro, recién vuelta de un viaje místico por la India donde aprendió secretos tántricos y un yoga milenario que aquí no se conoce, había analizado en su libro.

Estábamos en éxtasis lírico, salvo por la Cacho, que no paraba de tirarme letra para que contara las fiestongas de Lab-Oratory, a donde había ido siguiendo mi recomendación.

Yo le había recomendado Lab-Oratory, donde hay una silla de parto que, creo, todavía lleva mi nombre, pero mucho más los bosquecitos del Tiergarten donde la gente va a hacer lo mismo pero sin pagar entrada y sin seguir ningún código vestimentario, todxs con todxs.

En Lab-Oratory todo es más civilizado, lo reconozco, y en mi memoria ha quedado grabado ese momento en que, dispuestx en mi trono frente a la barra, dejé que los muchachos berlineses (y algún que otro turista atrevido) me dieran una mano o dos en tan apretado trance o viaje a las estrellas (en mi recuerdo, no sé en el de la Cacho, todo es un dilatado cielo tachonado de estrellas).

Yo los dejaba hacer, las piernas en cabestrillo, mientras mirando el techo contaba los ladrillos de la bovedilla e imaginaba que nunca más podría caminar. A mi alrededor, entre penumbras, los gemidos y los chasquidos de las carnes entreveradas se mezclaban con el ritmo tóxico del house que nos ponían para que siguiera el baile, hasta la extenuación.

“Sí Cacho, sí, dije”, cuando quise ir a la ducha también me pasó lo mismo: que agua no había pero sobre la rejilla que funcionaba de techo había doce alemanes con la vejiga a punto de reventar de cerveza. Y no dudaron un instante. Pero eso era, para mí, el pasado.

Me levanté del confortable silloncito donde estaba, saludé con un beso a la Dra. Palmeiro (espléndida con sus minishorts verde loro), compré un ejemplar de Desbunde y Felicidad a Damián Ríos y me volví corriendo a casa a leerlo, no fuera cosa que mi tobillera comenzara a titilar y las alarmas de la comisaría trajeran a mi puerta a los tiras del barrio. O a lo mejor, quien sabe...

¡No, basta de esto! Hasta mi sobreseimiento, me refugio en la cultura. Me elevo a los cielos del arte.

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