Por Daniel Link para Eñe
El cordero, como las religiones, las artes figurativas y las literaturas, tiene su ciclo y su era, desde el holocausto de Abraham, propuesto por el Kierkegaard de Temor y temblor (1843) como emblema de la paradoja de la fe, que enfrenta la moral divina y la ética humana, pasando por el cordero de El principito (cuya imagen posible es la de una caja agujereada) hasta, digamos, la cena de año nuevo que se prepara en La torre de la defensa (1978) de Copi, el autor de Eva Perón (1970).
En esa pieza (en ese fragmento de pensamiento) que Copi se apresuró a publicar en 1978 y que se estrenó recién en 1981, una pareja de hombres cuyas designaciones son la mitad del propio nombre, Jean y Luc, se aprestan a festejar el comienzo del año 1977 en donde viven, un piso 13 con grandes ventanales sobre la explanada (Le Parvis) de La Défense, ese barrio parisino inventado en 1959 que, en los cuatro años anteriores, no había conseguido vender un solo metro cuadrado, como consecuencia de la crisis de 1973.
En 1982, el Établissement public pour l'aménagement de la région de La Défense, EPAD, bajo el impulso del Presidente François Mitterand, llamó a concurso para la construcción del Grande Arche, lo que revitalizaría el proyecto que, en 1974, Peter Handke había caracterizado como pesadilla tecnocrática y sobre el que había propuesto que se prohibiera fotografiarlo.
Jean y Luc reciben allí, entre otros, a la travesti Micheline, con quien se aprestan a preparar una cena en principio convencional, pero que se transforma en otra cosa a medida que la pieza (que el pensamiento) avanza.
Micheline ha traído una pata de cordero (gigot) para hacer al horno.
Las ovejas han participado en la historia de la humanidad profusamente (a su pesar), ofreciendo su vida en sacrificios religiosos y su carne y lana para la subsistencia diaria. Se atribuye el origen del queso a la leche ordeñada de una oveja y almacenada en el estomago de un cordero.
Como el pastoreo de los rebaños no exige tierras demasiado fértiles (y se lleva bien con terrenos pedregosos), el consumo del cordero se fue incrementando hasta constituir la base de la dieta de las antiguas culturas del Mediterráneo y también del Lejano Oriente: en la India, son famosos el cordero al curry y el Biryani, plato de cordero con arroz aromatizado a la naranja, sazonado con azúcar y agua de rosas. En las ciudades griegas son frecuentes los ragús de cordero y hortalizas.
El cordero es la cría de la oveja. El cordero lechal es el que todavía no ha sido destetado. El cordero patagónico es un animal criado al pie de su madre, que come pasturas naturales y que alcanza entre los 60 y 90 días de vida un peso que promedia los 24 kilos (a diferencia del cordero norteamericano, más grande y alimentado con cereales).
Como queda dicho, la historia de la gastronomía encuentra muy tempranamente a la carne de cordero, que se relaciona muy intensamente con las grandes religiones monoteístas (la de Judea, la de Cristo, la de Mahoma). “Cordero de Dios” se dice todavía en la Santa Misa, y durante Aid el Adha (Fiesta del Cordero), unos 70 días después del Ramadán, cada fiel mata uno o varios corderos para conmemorar el sacrificio de Ibrahim (conocido como Abraham en otras tradiciones) a quien Al-lâh le perdonó la entrega sacrificial de su hijo, aceptando a cambio un corderito.
Los ingleses, franceses y españoles dieron a la carne de cordero un puesto privilegiado dentro de la cocina de alta gama: es el caso del gigot que, el 31 de diciembre de 1976, se aprestan a cocinar Jean y Luc, con la asistencia de Micheline, Daphnée (“una mujer de verdad, de esas que te cagan la vida”) y Ahmed, el chongo árabe cuya presencia es esencial para la economía dramática de la pieza, una vez que se pone al frente de la cocina (“¿Tu religión no te prohibe comer cordero?”, le pregunta Daphnée).
La pata de cordero de La torre de la defensa está condimentada con ajo y aromatizada con laurel (a falta de otras hierbas: el tomillo y el romero le habrían quedado muy bien) y nunca termina de asarse del todo o, por el contrario, se está quemando, mientras a su alrededor los acontecimientos se precipitan.
En algún momento del proceso (todos los personajes pasan por la ducha, en un bautismo ceremonial), una serpiente (“uno de esos bichos que andan por las cañerías”) aparece en el inodoro y, una vez descabezada, Ahmed propone enriquecer el menú: la asará, rellena con la carne de cordero cortada en dados remojados en agua tibia bien azucarada. Ahmed pide, para condimentar la serpiente, pimienta verde (que en casa de Jean/ Luc no hay).
“La serpiente”, dice Ahmed, “puede comer lo que sea, y siempre es rica, porque sólo come lo que está vivo”. De hecho, la serpiente que están eviscerando “se alimenta de las ratas de los estacionamientos”, lo que queda probado cuando encuentran, en su estómago, una rata grande y gris.
El descubrimiento modifica, una vez más, la receta. Ahmed propone picar la rata junto con el ragú de cordero para rellenar la serpiente, porque “las ratas son ricas... roen madera” y “eso da una carne perfumada, como la del conejo”. Aunque la rata todavía no haya sido digerida, propone sacarle el gusto a podrido con abundante nuez moscada rallada (las especias siempre han servido para eso).
Finalmente, Ahmed decide presentar la serpiente, rellena de sus propias vísceras: testículos, corazón y la rata entera (“hay que descuartizarla como a una codorniz”) rellena de cordero.
Una vez cocido el plato de serpiente, se sirve en un balde, para que su delicada carne (como la del bacalao, pero más fuerte) esté constantemente remojada en sus jugos.
El resultado es “divino”, “exquisito”, “una delicia”, (“¡qué aroma!”), “mejor que la comida india”. El corazón de la serpiente sabe mejor que el paté, la rata parece pierna de cerdo, pero picante.
Lo que en ese menú ha sido disuelto hasta su desaparición (el punto de partida) es el cordero y, naturalmente, sus sentidos asociados.
En esta cena mortuoria (que es, además, una misa y un bautismo colectivo), como en la Cena cristiana, se produce el milagro de la transustanciación, es decir: la puesta en contacto entre dos órdenes o registros diferentes.
El cordero (más o menos sagrado) es la materialización de lo celestial; la serpiente y la rata son la encarnación del inframundo.
La lucha de los héroes griegos contra los monstruos ctónicos (serpientes de siete cabezas, esfinge, sirenas, etc...) debe entenderse como el esfuerzo por escapar a la autoctonía y la imposibilidad de lograrlo. Dos figuraciones cosmológicas entran en conflicto al imaginar el origen del hombre como autóctono o como olímpico.
Ese conflicto que expone la mitología está también en la obra de Federico García Lorca, que Copi había leído con predilección y perspicacia, donde, por ejemplo, la luna es sacada de su tradición tardo-romántica y modernista y reintegrada a la tradición celtíbera, y donde el cordero se transforma en el inquietante macho cabrío, el aker de los aquellares nocturnos (los rituales anticristianos de regeneración del mundo).
Que La torre de la Defensa se postula como el libreto de un ritual sagrado de regeneración queda claro en la transustanciación entre la carne celestial y la carne del infierno, y en el carácter apocalíptico de la pieza, donde todo lo que no está muerto todavía se prepara para su inminente destrucción, que sucederá al final de la obra, un final que prefigura tanto el de El club de la pelea (los edificios de cristal en llamas, explotando) como los acontecimientos del 11 de septiembre en Nueva York.
La fachada del capitalismo más vil no es sólo el escenario de la pieza de Copi, sino su personaje central (si alguna vez la pieza llegara a representarse en Buenos Aires, debería llamarse La torre de Puerto Madero), y es por eso que Copi se apresuró a publicar una pieza (un fragmento de pensamiento) que habla de un momento crítico de su arco de desarrollo (cuyo origen podría fecharse entre el año de Temor y Temblor y 1851, cuando se instaló en la Exposición Internacional el Crystal Palace, que Karl Marx y John Ruskin reconocieron de inmediato como emblema del capitalismo tecnocrático) y cuyo objetivo último es la destrucción de esa fachada, el abandono de toda ilusión ascensional y la constatación del fracaso, al mismo tiempo, del humanitarismo occidental y del capitalismo posindustrial, es decir: el fracaso de la era del cordero.
Copi funda los rituales de una nueva fe (naturalmente: una fe radical en este mundo, en el amor y en los cuerpos, en la chispa de vida que se agita más allá de los géneros, las clasificaciones, los credos y, claro, los procesos de nominación: Jean/ Luc, Ahmed, Micheline), cuyos rituales profanan los rituales religiosos conocidos: la Cena, la Fiesta del Cordero, el milagro de la transustanciación y la hipótesis celeste.
Es decir, Copi funda una nueva antropología que subsume lo cálido (la sangre del cordero) en lo frío (el cuerpo de la serpiente, el cuerpo helado del drogado), que hace aparecer en lo ascensional (Crystal Palace, La Défense, cordero sacrificial), los monstruos del inframundo (la serpiente, la rata, la niña muerta), que traza, en la fachada del capitalismo, las líneas de su desmoronamiento, que transforma el ojo de Dios (y su corporeización cordérica) en el ano de la serpiente que Ahmed reserva a Luc, después de haber subrayado su rara cualidad. Es, después de todo (o antes que nada), el agujero del sentido: el límite más allá del cual el mundo se reconstituirá (después de su destrucción) sobre nuevas bases. ¿Se reconstituirá? Después de Copi, La Défense siguió existiendo, pero el cordero ya nunca volverá a ser lo que era.
Hacia el final de la pieza, Micheline dice: “A veces, Dios llega tan de repente”. Como se sabe, Blanche Dubois dice casi las mismas palabras (“Sometimes — there's God — so quickly”) en Un tranvía llamado deseo, cuando cree estar enamorándose de Mitch. Tennessee Williams (a quien Copi ha leído hasta la memorización) se mezcla, en ese final memorable, con Niní Marshall (“tan redepente”), como la sangre de cordero se mezcla con la carne de rata y de serpiente, para terminar con esa larga agonía de la ética sometida a un mandato exterior al de la vida misma: una posibilidad de vida.
¿Hay todavía algo contestatario en la celebración de los cuerpos? ¿Cuando la opinión generalizada es que solo existen cuerpos, discursos y derechos?
ResponderBorrarEste artículo me recuerda a aquellos licenciados de filosofía que hablan de la reivindicación de la sofística como una rebelión de la que participan orgullosamente, sin darse cuenta que son ortodoxia desde hace tiempo.
Y a todo esto, ¿qué pasará con ese relativamente reciente poemario de Camilo Blajaquis "La venganza del cordero atado"?
ResponderBorrarNueva etapa en la operación "Introducir a Copi en el canon literario".
ResponderBorrarLa nota está muy bien, Daniel. Después hay algo interesante sobre Flaubert y Baudelaire pero, te juro, este número de Ñ me hizo vomitar. Justo sobre comida se trató.
ResponderBorrarCopio y pego para evitar la tediosa explicación de por qué me pareció que este diálogo de Alicia podía estar en relación con tus proyectos y podía tener un sentido en relación con la lógica...
ResponderBorrarno sé...
Saludos!
"-Pero le digo que yo no soy una serpiente. Yo soy una... Yo soy una...
-Bueno, qué eres, pues? -dijo la Paloma-. ¡Veamos qué demonios inventas ahora!
-Soy... soy una niñita -dijo Alicia, llena de dudas, pues tenía muy presentes todos los cambios que había sufrido a lo largo del día.
-¡A otro con este cuento! -respondió la Paloma, en tono del más profundo desprecio-. He visto montones de niñitas a lo largo de mi vida, ¡pero ninguna que tuviera un cuello como el tuyo! ¡No, no! Eres una serpiente, y de nada sirve negarlo. ¡Supongo que ahora me dirás que en tu vida te has zampado un huevo!
-Bueno, huevos si he comido -reconoció Alicia, que siempre decía la verdad-. Pero es que las niñas también comen huevos, igual que las serpientes, sabe.
-No lo creo -dijo la Paloma-, pero, si es verdad que comen huevos, entonces no son más que una variedad de serpientes, y eso es todo.
Era una idea tan nueva para Alicia, que quedó muda durante uno o dos minutos, lo que dio oportunidad a la Paloma de añadir:
-¡Estás buscando huevos! ¡Si lo sabré yo! ¡Y qué más me da a mí que seas una niña o una serpiente?
-¡Pues a mí sí me da! -se apresuró a declarar Alicia-. Y además da la casualidad de que no estoy buscando huevos. "