por Daniel Link para Perfil
Harto de analizar y comentar “la realidad”, a finales del año pasado decidí dejar de escribir estas columnas. Mi editor, Guillermo Piro, entendió mi cansancio y me sugirió (porque, después de todo, hay que trabajar) una disciplina macrobiótica (por Macrobio, el autor de Comentario al sueño de Escipión) como posible compensación presupuestaria para mis finanzas saturnales.
Aprovechando las vacaciones de los psicoanalistas yo podría ofrecer un servicio de “análisis de sueños de clase media”, me dijo. Así lo hice, y durante febrero me dediqué a lo que suponía iba a ser extremadamente divertido y muy diferente de lo que venía haciendo.
El primer soñante que me contrató era un fotógrafo que me contó que una manada de lobos hambrientos lo asesinaban a mordiscones al grito de “cochon!” (en su sueño, los animales hablaban). Pronto quedó claro que su pesadilla era una trasposición del destino del fotógrafo francés asesinado en Plaza San Martín.
La segunda soñante era una galerista fina que rodaba por un abismo envuelta en una madeja interminable de hilo rojo, perseguida por un hombre moreno. Sonrió cuando la hice recordar que le habían negado el permiso de importación de una obra de arte (ya comprometida para una muestra) hecha con varios kilómetros de hilo.
La tercera soñante era una portadora de HIV que, angustiada, se tomaba un avión cada mes. ¿Con qué destino? “No sé, el pasaje es caro, pero no llego nunca a ninguna parte”. Tecleando en mi computadora (ensamblada en Tierra del Fuego) descubrí que las pastillas que tomaba mensualmente como tratamiento antirretroviral estaban valuadas al público en $ 7.500. “Ese pasaje por mes te estás tomando”.
El cuarto soñante cruzaba la 9 de Julio y le llovían del cielo mil figuritas de las Malvinas, adornadas con purpurina roja que, al calor de la tarde (en el sueño), se derretía y se transformaba en gotas de sangre sobre el asfalto caliente. Ya no dije nada y le ofrecí un recorte periodístico (en fin: una noticia colgada en internet).
Y así, para cada sueño, encontraba un recorte explicativo. Pronto comencé a aburrirme y le pedí a Guillermo Piro que me devolviera mi puesto, si es que todavía lo tenía vacante, porque analizar los sueños que me traían eran más o menos lo mismo que hacer esto, con la desventaja de que ni siquiera escribía. Y yo mismo soñé con la poeta Olga Orozco (1920-1999), quien con voz de ultratumba me decía: “La realidad, sí, la realidad: un sello de clausura sobre todas las puertas del deseo”.
Dejo para la semana que viene el análisis del sueño más delicado (no el más complejo): el de un profesor de literatura que al mirar televisión en los únicos dos canales que sintonizaba su aparato (ensamblado en Tierra del Fuego), alternativamente escuchaba “bodudeces” (en su sueño), o un olor nauseabundo a basura descompuesta, a cloaca y a miseria lo hacía vomitar dormido. Lo primero lo resolví fácilmente corrigiendo la ortografía (boudoudeces). Lo segundo, me obligó a mirar un concurso de talentos prostibularios.
Por lo menos encontrabas gente que aún sueña en este país, cosa que pensé totalmente imposible a esta altura de la soiree
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