por Mario Weinfeld para Página/12
Las
dictaduras prolongadas pueden llegar a parecer eternas (al menos para
quienes las sufren). Impenetrables como un bloque de cemento. Pero un
día se resquebrajan. Ese día, de ordinario, no surge de milagro ni de
improviso: el deterioro es progresivo, pero no siempre se percibe. De
pronto, por así decir, lo sólido se muestra vulnerable, se cuartea. Así
ocurrió, casi textualmente, con el Muro de Berlín, que sirve de ejemplo y
de parábola al efecto. Así parece haber sido en las revoluciones de los
países árabes ocurridas recientemente. La dictadura que arrasó con la
Argentina se cuarteó el 30 de marzo de 1982, cuando una multitud la
desafió en las calles, se movilizó tras una consigna sencilla y básica:
“Paz, pan y trabajo”. El avance popular se hizo grito en estrofas que se
venían coreando (cada vez con más adhesiones y menos pruritos) en las
canchas de fútbol: “Se va a acabar/ se va a acabar/ la dictadura
militar”. Cuando muchos creen que se puede acabar, sacuden sus temores y
exponen sus cuerpos al efecto, es el comienzo del fin.
El 30 de marzo la dictadura empezó a caer. Reprimió ferozmente, pero
los manifestantes no cejaban. Hubo un muerto, Dalmiro Flores, imposible
reconstruir la cantidad de heridos. Columnas organizadas, militantes
sueltos que recobraban viejas prácticas, jóvenes que hacían su bautismo
de lucha tratando de llegar a la Plaza de Mayo, ¿dónde si no?
Hay un dato siempre ilustrativo para “leer” una movilización
realizada en un día laborable, enfrentando carros de asalto, gases y
perros: ver qué hacen quienes no participan. No hablamos de “la minoría
silenciosa” o de la opinión pública, sino de las miles de personas de a
pie que, de movida, son testigos presenciales. Los que estaban en la
pura calle, en oficinas, en bares, en la zona que va desde Tribunales a
la Plaza, el epicentro de la represión. “Los demás” eran muy
mayoritariamente solidarios con los que más se jugaban: aplaudían, daban
una mano o acercaban una botella de agua, abrían una puerta generosa
para darle una aliviada a un prófugo, asistían a los golpeados. Puteaban
(fuerte o por lo bajo, según su temperamento o su coraje) a “los
milicos”, los que gobernaban y los que reprimían a su propio pueblo.
El célebre 2 de abril, es consabido, llegó tres días después. La
decisión del desembarco, comentan los historiadores buceando en la
turbia información dictatorial, estaba tomada antes. Como fuera,
empíricamente ocurrió pocas horas después, cuando muchos manifestantes
seguían presos, incluyendo a Saúl Ubaldini, que despuntaba como
protagonista de los años venideros.
¿Pudo haber 2 de abril sin 30 de marzo? Es una hipótesis probable.
En la tozuda realidad, que pesa más, no lo hubo. También es evidente que
Malvinas fue una decisión de la Junta Militar para contrarrestar el
deterioro de la dictadura. La fantasía de la “cría del Proceso” (una
fuerza política democrática que la perpetuara, como pudo lograr más
adelante el pinochetismo) se diluía. Hay otro factor esencial, que
describe bien el juez Daniel Rafecas en su más que recomendable libro
Historia de la solución final: uno de los objetivos estratégicos de todo
genocidio es garantizar la impunidad futura. Para las mentes pensantes
de la dictadura (que las tenía y por eso duró lo que duró y consiguió
varios de sus objetivos) debía ser notorio que la impunidad se le
escurría entre los dedos.
Malvinas fue, pues, un intento de relegitimación, tal su matriz, su
objetivo estratégico principal. Escindirlo de otros aspectos es un
ejercicio conceptual posible, quién le dice necesario, pero imperfecto
desde el vamos.
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