por Daniel Link
Tengo mi último libro ante mi. Se
llama Textos de ocasión (Buenos Aires, el cuenco de plata,
2012) y reúne columnas periodísticas publicadas en diferentes
medios (Perfil, Página/12, Clarín) y algunas otras
intervenciones publicadas en el blog Linkillo. Cosas mías.
De hecho, todo pasó por Linkillo:
las columnas periodísticas y los demás textos. Y, si ahora llega al
libro es porque una segunda lectura de esos textos me permitió
rescatar aquellos que menos ligados estaban a una coyuntura
específica y organizarlos en cinco apartados que coinciden
parcialmente con las “etiquetas” que llevaban en el blog.
Son textos, podría decirse,
sobreeditados: ninguno ha permanecido exactamente igual a como
fue escrito en principio y, sobre todo, han migrado para formar algo
así como una argumentación espasmódica.
¿Cambian esos textos, ahora que llegan
a la forma libro? Creo que su acumulación más o menos insensata (es
decir: cronológica) en un blog pretendía salvarlos del destino
perecedero (los diarios viejos sólo sirven para envolver los
huevos). Pero es el libro donde cualquier cosa que uno escribe
adquiere una dimensión diferente. No sé por qué.
O lo sé, pero no entiendo el fenómeno:
no hay crítica de producciones escritas diferentes del libro. No hay
crítica (literaria o filosófica) de producciones en otro soporte
diferente del libro. Ni siquiera los estudios culturales han
conseguido sacar a las ediciones digitales de la mera curiosidad de
época, la “novedad”. De modo que la cultura va muy por delante
de las disciplinas críticas, que se pierden la posibilidad de
intervenir en relación con el presente.
¿Y a “yo” (es decir: a la
función-autor que se desprende de los textos que publico), que le
pasa? Con la intercesión del blog entre el fragmento periodístico y
el libro sucede una inversión curiosa: antes, el diario del escritor
(su cuaderno de bitácora) podía llegar a ser relativamente
interesante sólo una vez que la obra estaba suficientemente
constituida y consolidada. Ahora, el diario (o cuaderno de bitácora)
se lee antes, es un momento previo de la imaginación libresca, de la
imaginación de un libro que no se sabe si llegará.
Mucho antes de que este libro estuviera
armado, pero cuando ya estaba contratado con el cuenco de plata (la
sagacidad de Edgardo Russo lo vio in nuce) otro editor me
pidió que armara un libro a partir de ciertas entradas de blog.
De modo que los lectores más
perspicaces (¿no deberían ser siempre así los editories?) fueron
capaces de leer el libro allí donde no estaba.
En todo caso, tratándose de fragmentos
de pensamiento (o de ficción, no creo que haya diferencia en este
punto), el libro viene como a subrayar la continuidad de lo pensado,
lo imaginado (es decir: lo vivido). Es probable que sólo el libro
nos permita sostener esa continuidad porque en las versiones
digitales el fragmento pierde su relación más inmediata con los
otros.
Digo libro y ya no imagino
necesariamente la vieja versión de papel. Un poco por eso, la tapa
de mi último libro reproduce la imagen de un lector de libros
electrónicos, dispositivo que nunca pensé que fuera tan amigable
como ha resultado (o que yo manejaría sin desconfianza, como ha
sucedido).
En todo caso, el libro tiene un
sedimento de duración del que tal vez carezcan las publicaciones
on-line. Pero como todo vuelve, alguien (más temprano que tarde)
devolverá el libro al punto de partida, escaneándolo y colgándolo
en alguna página.
El libro es probablemente (todavía o
para siempre) el patrón del juicio sobre lo escrito. Pero ha dejado
de ser, desde hace rato, la unidad de composición.
En esas tensiones, creo, se juega el
presente.
Nos sentimos parte! De la tapa al menos...
ResponderBorrarFelicitaciones por la nueva publicación.