Edgardo Cozarinsky está ahora en Europa y anuncia, desde allí, con indisimuladad felicidad, que ha comenzado a escribir una nueva novela.
Yo apenas si termino de leer Dinero para fantasmas, recién distribuida por Tusquets [Buenos Aires, 2012, isbn 978.987.670.116.7, 136 págs.] y no sé si envidiarlo más por este texto último o por la energía para encarar el próximo, entre los cuales, seguramente, habrá algún ejercicio audiovisual.
Decido admirarlo por todo lo anterior y envidiarlo sólo por su relación con cierta Baronessa, porque considero que Europa me debe, todavía, ese contacto con la aristocracia, que a los dos nos da tanta curiosidad como risa.
Pero hablemos de Dinero para fantasmas, que incluye, cervantinamente, una nouvelle y que, cozarinskianamente, reflexiona sobre el pasaje del relato escrito al relato audiovisual (Dinero para difuntos), algo que casi nunca el propio Cozarinsky ha encarado, salvo de manera fragmentaria.
La trama de Dinero para fantasmas comienza con una pareja de jóvenes estudiantes de cinematografía. Azares dejan en manos del muchacho "los cuaderons de Oribe", un gran realizador y escritor que decide borrarse del mundo porque ha encontrado dentro de si un vacío intolerable y ya ha desistido de llenarlo con historias ajenas (una de esas historias es la que domina el diario).
La lectura de esos cuadernos transforma a "Los debutantes" en "Los herederos" (así se llaman la primera y la tercera parte de esta novela que si prescinde de la intensidad habitual de los libros de Cozarinsky, apuesta, en cambio, a una complejidad sintáctica extremadamente novedosa (extremadamente "juvenil") que hasta ahora no había ensayado.
En el nivel de la frase, que en Cozarinsky siempre fue y sigue siendo perfecta, una sucesión de transformaciones la alargan mediante la inclusión de subordinadas y parentéticas. En el nivel del relato, la sintaxis establece una sucesión de saltos que mudan el acento de un nivel de narración a otro, y que, por eso mismo, interrogan la posibilidad de transferencia de un registro a otro (y, en última instancia, la posiblidad de transferencia de la historia a la conciencia del lector).
A partir de una parte de "Los cuadernos de Oribe", Martín ("lamentó no tener consigo la cámara fotográfica que le hubiese prermitido, con la excusa de registrar la botella de La Bella Friulana, captar en el espejo la imagen, esta vez en foco, del viejo") realiza un corto titulado Dinero para difuntos, con cierto suceso en el mundillo de los realizadores nóveles y los festivales de provincia.
Lo que importa no es tanto ese éxito sino lo que queda entre una forma de relato y otra, la confrontación de maneras de contar y puntos de vista (los cuadernos están escritos en primera persona, las demás partes, "el marco", en tercera).
Una de las obsesiones de Cozarinsky, podría decirse, es la puesta en contacto de mundos inverosímiles (los unos respecto de los otros). En "Los cuadernos de Oribe" ese contacto (que es, naturalmente, un seísmo, una vibración de rara intensidad) se establece entre una joven hermosa de una villa que alguna vez trabajó en una película de Oribe en un papel menor y la mafia rusa, en su sede berlinesa.
La solución de esa tenue anécdota vendrá recién en la última parte, cuando los jóvenes realizadores adivinen, en dos personajes perdidos en medio de la nada (otra forma de nada diferente de la que ha dominado la conciencia de Oribe) el cumplimiento de un destino.
"Los cuentos", recuerda Cozarinsky en la contratapa, "no se inventan, se heredan". Naturalmente, una herencia puede dilapidarse o, como en este caso, convertirse en un raro ejemplo de perfección novelesca. O no tan raro: es a lo que Cozarinsky nos tiene acostumbrados.
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