Para acompañar las comidas solíamos
usar un agua mineral "finamente gasificada", no porque nos
pareciera elegante sino porque contenía la cantidad adecuada de
burbujas, que le daban al agua una cierta ligereza y que no invitaba,
después de cada trago, al eructo estentóreo que suele molestar a
las damas,
Un día, esa agua adoptó sin aviso
previo el gas brutal del sifón sin su encanto de otra época. Ya al
abrirla, se producían catástrofes líquidas sobre la mesa, la
comida, los comensales. La abandonamos por una más gélida y,
descubrimos, más rica.
La mistificación es un contenido
importante de la política (no somos taaaan marxistas), siempre y
cuando se la dosifique "finamente”. Un poco de mistificación
agrega heroísmo a una causa tal vez miserable, favorece la solución
de las contradicciones, otorga al imaginario la potencia de arrastre
que se le reconoce como su mejor virtud (halaga el gusto pueril de la masa por las frases sencillas).
Pero la mistificación no puede ser el
ingrediente principal de una política ni puede funcionar como único
motor de arrastre de las conciencias ciudadanas, que más tarde o más
temprano percibirán la desavenencia entre lo real y lo imaginario.
Llegado el caso, la política se vuelve "brutalmente
mistificada" y pasa como con el agua: un poco de mistificación
agrada al paladar; demasiada, desencadena el eructo.
El gobierno actual fue siempre sabio en
estos ademanes que parecían ponerlo en un más allá de las aguas
heladas del cálculo egoísta. Pero últimamente ha decidido apostar
todo a la gasificación (es decir: a la mistificación), con
resultados probablemente dispépticos: todo bien con las Malvinas, la
Fragata y los "fondos buitres" y el odio a Clarín, pero
tal vez sean demasiadas burbujas para el paladar argentino de hoy.
Esos actos son para las tropas, no para los ciudadanos. Les señalan el enemigo para mantener a los soldados activos, nada más.
ResponderBorrar¿El texto es una invitación a Madurar? ¡Bienvenido sea!
ResponderBorrar¿Qué soldados?
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