martes, 30 de abril de 2013

Nadie resiste un archivo

Ni Diego B., ni yo:

Un cuento de hadas


Había una vez una princesa que amaba mucho a su pueblo. Ella había nacido en un pueblo muy alejado del reino y, por esas casualidades típicas de los cuentos de hadas, llegó a casarse con el príncipe heredero. Como ella amaba mucho a su pueblo, hizo todo lo posible para que amaran a su príncipe, que era muy bueno y muy rubio. Ella también era muy buena y muy rubia, lo que resultaba verdaderamente contrastante con la apariencia generalizada de "su pueblo", una banda de zaparrastrosos a los que muchas veces llamaban, aquí y allá, "apaches". No eran malas personas, sólo mal educados (y, muchos de ellos, mal alimentados).
Lo que más quería la princesa rubia era que ellos fueran felices, al menos un poco, para que compartieran de ese modo la inmensa felicidad que ella sentía desde que se había casado con el príncipe (a su boda, habían asistido todas las princesas del mundo y estrellas de cine y varias reinas, pero no su padre, que era un "impresentable", según había dictaminado la reina madre, dictamen que la princesa tuvo que acatar con gran dolor de su parte). Hacía mucho tiempo que su pueblo no tenía posibilidad de felicidad alguna, porque era un pueblo pobre, triste y confundido.
Junto con sus asesores de Estado, magos, damas de compañía y algunas otras princesas de las que se había hecho amiga, la princesa rubia ideó un plan perfecto para darle un poco de alegría a su pueblo. Un poco, porque "mucha alegría" estaba fuera de su alcance. Convenció a su marido el príncipe para que la acompañara de visita a su pueblo, acompañado de su madre, la agria reina madre (cuya única felicidad era recordar en secreto sus propios días de princesa rubia y buena). Juntos, ofrecieron al pueblo la posibilidad de que participaran en los Juegos Primaverales de Lances de Pelota con los que los príncipes y sus caballeros solían entretenerse los días de ocio. Por alguna misteriosa razón, ese juego había sido importado por los zaparrastrosos, que lo practicaban como una adicción: mal y todo el tiempo. Por eso mismo, la princesa sabía que ésa sería la llave del poco de felicidad que ella se encargaría de regalarles.
La segunda parte del plan era la más difícil porque los zaparrastrosos se morían de ganas por jugar lance de pelota contra los príncipes y los caballeros y no iban a rechazar el convite. Más complicado era que su marido, el príncipe rubio y bueno, aceptara que los zaparrastrosos pudieran ganar algún que otro lance, porque entre los hombres del reino (y de los reinos contigüos que participarían también de los juegos primaverales), el sporting era considerado entre las más altas manifestaciones de nobleza. Pero como el príncipe era un poco tonto y su madre una reina mezquina, bastó que la princesa rubia barajara la posibilidad de no sé bien qué negocios (los negocios hacen daño a la estructura general del cuento de hadas y mejor es callarlos) y que los magos del reino aprobaran con sus testas blancas, cubiertas con bonetes altísimos de color naranja tachonados de estrellas doradas, para que el pacto se sellara: los zaparrastrosos habrían de ganar tal y cual lance y los caballeros del reino aceptaban no ganar (tampoco perder) en el primer encuentro que tuvieran, como para garantizar la permanencia del pueblo en el certamen. En lo más íntimo de si, la princesa buena y rubia sabía que era poco, pero como conocía a su pueblo, no dudaba de que la algarabía provocada por esos triunfos fraguados sería mucha y le permitiría al pueblo una felicidad que acontecimientos desdichadísmos y una incapacidad casi total para gestionar su relación con el ambiente venían negándoles desde hace muchos años.
Por supuesto, lo que quedó claro apenas comenzó el Festival de Primavera de Lances de Pelota era que los zaparrastrosos, además de impresentables en cualquier fiesta del reino (o de los reinos amigos y enemigos de los muchos que participaban de la fiesta) jugaban con bastante torpeza. Tal vez no con torpeza, pero sin método, sin elegancia y sin inteligencia. Era como si bailaran al son de una música desconocida para todos y como si fueran sordos a los acordes finísimos que en las salas de concierto de todos los reinos se escuchaban por entonces. Que los caballeros del reino pudieran no ganarles fue un triunfo de la voluntad y de la sonrisa de la princesa rubia, siempre disponible para torcer el malhumor de los hombres que su príncipe había convocado para que representaran al reino. Pero hasta ahí llegó su fuerza. Ni siquiera sus más fieles magos con sus más poderosos hechizos podían garantizar otros triunfos, porque los magos de los reinos rivales habrían de desplegar, en ese caso, sus polvos y sus pócimas en contra de ellos. El príncipe bueno y rubio no podía obligar a los demás príncipes al mismo compromiso que había aceptado él para cumplir el sueño y el capricho de su princesa. Así que todo se resolvió en unos encuentros deslucidos en los que los zaparrastrosos sólo consiguieron apabullar a unos caballeros asesinos de un reino del sur al que los demás reinos odiaban y para cuya derrota, entonces sí, los magos de todos los reinos decidieron confabularse. En ese lance, los zaparrastrosos parecieron flotar en el aire, y parecía que sabían bailar. Pero todo fue una ilusión urdida entre gallos y medianoche. Una ilusión buena originada en el amor de una princesa rubia por su pueblo.
Ya llegado el verano, el Festival de Lances de Pelota entraba en su fase definitiva después de complicadísimas y delicadas maniobras que involucraban negociaciones de todo tipo (que eran, en realidad, las que cautivaban la atención de los príncipes, mucho más que los lances per se). Los zaparrastrosos, poco educados como eran, confiaban en la voluntad de Dios, a quien creían de su lado y parecían ignorarlo todo (en su ignorancia infinita) de los esfuerzos de la princesa en favor, no tanto de ellos, sino del pueblo al que habían venido a representar. Era fatal el traspie y ya se veía venir la derrota y la humillación que la princesa buena no sabía cómo evitarle a su pueblo (un poco de felicidad ya había tenido, pero no tanta como la que ella quería regalarle). Convocó secretamente a los magos del reino y les suplicó que intervinieran, sino en relación con el lance en sí (cosa que ya le habían dicho que no estaban dispuestos a hacer sin la autorización del príncipe), al menos respecto del tiempo, a la espera de que la astucia de la que su pueblo había dado muestras más de una vez a lo largo de la historia hiciera el resto. Y así fue.
Una vez torcido el tiempo, elongado extrañamente para impaciencia de los príncipes que iban a tener, más tarde, que pagar facturas de luz abultadísimas por la iluminación a giorno que se exigía en los jardines del palacio durante esos minutos de pronto interminables (lo que demostraba que esos príncipes, además de un poco tontos, eran avaros), los zaparrastrosos consiguieron un triunfo completamente inexplicable en el último lance de pelota en el que habrían de intervenir en el certamen. Pero era tan evidente para cualquiera que hubiera seguido ese lance de pelota (los porteros, las mucamas, las peluqueras, toda esa vasta plantilla de zaparrastrosos contratados como empleados subalternos en los palacios y castillos de los príncipes) que los zaparrastrosos jugaban "como el culo" (hasta la princesa pensó para si esa frase terrible, con palabras que jamás, jamás, sus labios habían articulado) que la alegría posterior al encuentro fue (salvo para aquellos que se burlaban, con toda su risa, de los zaparrastrosos) una alegría triste, velada por el recuerdo de días mejores y por la desdicha infinita del espectáculo deplorable que habían ofrecido los zaparrastrosos.
A lo lejos, el pueblo quiso ser feliz, bajo la lluvia. Pero en el fondo, había comprendido que estaba excluido para siempre del festín de los ricos. Esa noche, la princesa lloró en brazos de su príncipe, porque la alegría que había robado del reino, tampoco alcanzaba a su pueblo.

Moraleja: No hagas nunca de bufón de la corte, ni siquiera por el amor de una princesa buena y rubia. Mejor, envenena las aguas de palacio y arroja los cadáveres de los príncipes y sus ministros a los buitres.

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