Celebro que Damián Tabarovsky haya
desarrollado aspectos de la relación entre intelectuales y política
que no alcancé a precisar (por razones de espacio) cuando me referí
al anti-intelectualismo de nuestros tristes tiempos.
Sarmiento, el gran demócrata,
consideraba que la necesidad de hablar era “la primera necesidad
del hombre” y que para su “desahogo y satisfacción se ha
introducido el sistema parlamentario de dos cámaras, y comisiones
especiales, etc., etc.”
El señalamiento aparece en un contexto
jocoso, pero en todo caso subraya que la democracia es inconcebible
sin la circulación irrestricta de la palabra.
Cuando un sector de la sociedad (sea
éste el proletariado, o una etnia, o una corriente de opinión, o
esa entelequia que se conoce como “la prensa libre”) es
censurada, ya sea por el contenido de sus palabras o por la textura
de sus dichos, pareciera que la democracia sufre, aunque no todos
protesten.
Por supuesto, al hablar de democracia
(y de “democratización”, ese verbo que se ha pronunciado hasta
la náusea en las últimas semanas) habría que ver de qué
democracia se está hablando: ¿la “democracia liberal”, con sus
pulcros mecanismos constitucionales para fijar los límites de la
autoridad del gobierno, o la “democracia popular”, con su
ilusorio electocratismo que, a su pesar, sólo reproducía (o
reproduce) una burocracia infinita?
La tarea de un intelectual no es
censurar palabras, ni tampoco adherirse a ellas, sino ponerlas en
perspectiva. Como Damián, yo también digo: “continuará”.
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