por Daniel Link para Perfil
Un amigo muy querido que tiene casa en Tafí del Valle (Tucumán) nos
invita a participar en los rituales de celebración y agradecimiento de
la Pachamama y acepto de buen grado, porque estoy harto de Buenos Aires y
porque, como soy una criatura de montaña (me crié en Córdoba, donde en
mi horizonte siempre había un cerro), intuyo que encontraré en esa
fiesta de la autoctonía el mejor remedio para mi cansancio de mitad de
año.
El lugar donde nos instalamos es de una belleza sobrecogedora,
enfrente del lago La Angostura. Pronto descubro que mis compañeros de
aventura están dominados por pequeñas manías asociadas con los elementos
de la naturaleza. Me invitan, cada mañana, a saludar al sol (ceremonia
que realizan abollados contra el suelo durante un buena hora, la cara
expuesta a las caricias del astro rey), a lo que me niego rotundamente,
pretextando que hay cosas más urgentes que me reclaman.
Abro la manguera y me pongo a regar el pasto blanco, quemado por la
seca y los rigores del invierno. El agua tarda en salir, porque se ha
convertido en escarcha. Finalmente consigo que salgan los borbotones de
hielo y elijo unos diez metros cuadrados que someteré al riego diario
para comprobar, cuando me vaya, los progresos del verdor.
Todos son escépticos ante mis labores y se dedican, a medida que avanza el día, a tocar ritmos monótonos en una caja sachera.
Los perros vagabundos del barrio ya me han descubierto y me siguen.
Yo les doy pan duro, las sobras de la comida de la noche anterior. Se
instalan en la galería, debajo de la ventana donde duermo.
A medida que se acerca la noche del 31 de julio (y la mañana del 1º
de agosto), los debates sobre dónde haremos la apacheta de este año (lo
que, aparentemente, me comprometería para los próximos tres). A mí me da
lo mismo, porque estoy dispuesto a participar de cualquier llamado
verdadero de la tierra y, de hecho, me doy cuenta de que alimentando a
los perros muertos de hambre del lugar y regando el terreno ya lo estoy
haciendo.
Un día salimos de excursión y en un recodo del camino descubrimos un
arroyo helado: me paro sobre la costra y veo el agua correr por debajo.
Estoy en remera, porque el aire está a por lo menos 26 grados. Cuando
nos ven, otros turistas también se detienen para contemplar la rareza
del fenómeno (lo frío y lo cálido apenas separado por una membrana
delgadísima de aire). Imagino que si siguiera ese cauce llegaría a un
lago de cristal, brillante, iluminado por un sol de invierno que amenaza
con tragarse todo. Me doy cuenta de que ya estoy dominado por la
vocación de la tierra, y que mi imaginación volvió a mi infancia, al
tipo de ficciones que sólo una persona que ha crecido entre las piedras
es capaz de tejer con la naturalidad de un poseído.
Ya han pasado tres días y mi cuadrado de pasto está siempre húmedo y,
naturalmente, más verde que el resto. Las retamas que alguien ha
plantado a lo largo de la cerca ya tienen sus primeros botones. Me
gustaría quedarme para verlas florecer, pienso, mientras en mi bandeja
de entrada se van acumulando correos incomprensibles (progresivamente
incomprensibles y que cada hora que pasa se me vuelven más ajenos, a
pesar de su tono perentorio).
Oigo, sin escuchar realmente, que a mi alrededor se desatan
discusiones sobre las características de la apacheta, los
agradecimientos, las promesas, lo que habría que enterrar para
desenterrar el año que viene. Incluso algunos puristas, sin abandonar
del todo las posiciones de yoga en las que han trabado sus cuerpos,
llaman por teléfono a Buenos Aires para pedir precisiones: abrir el hoyo
en la tierra es como abrirle la boca, se entrega a la tierra lo que uno
quiere que termine, y para agradecer se devuelve parte de lo recibido.
Coca, comida y alcohol, entre las ofrendas obligatorias (dicen los
celulares). Mientras tanto, se cocina y se toma chicha. Al atardecer se
tapa el pozo y se cubre con una montañita de piedras, para identificar
el sitio el año siguiente.
Yo voy a agradecerle a la Pachamama, rodeado por mis perros
hambrientos, sobre mi terruño regado, estos días que me devuelven a mis
primeros años, cuando todo, todo me parecía posible, y no había más
voces en mi cabeza que las que la tierra me dictaba.
lindo texto! gracias
ResponderBorrarHermoso texto.
ResponderBorrarLa voz de la tierra es la voz de la infancia. Hermoso.
ResponderBorrarEncantador.
ResponderBorrarOff topic (pero quizás te interese, si no lo sabías ya): acaban de mostrar al actor que será el "new Doctor". No quiero arruinarte la sorpresa y enchufarte acá el nombre y la foto, así que o lo buscás solito o me preguntás... Yo todavía no sé bien qué pensar, pero creo que me gusta la elección.
Qué belleza de texto. Muy conmovedor y muy Link.
ResponderBorrarQué felicidad, Daniel, estar en contacto con lo más elemental y separarte de esos pedantes del yoga y el celular.
ResponderBorrar"Así se origina en el hombre la firme y alegre confianza de que él es para el mundo y el mundo para él; hasta que ambos reunidos forman una asombrosa unidad, que no comprende, pero cuya belleza siente. Esta sensación es totalmente justa, pues el mundo circundante humano conviene al hombre exactamente tan bien como el río a la trucha, el castaño al melolonto y la tierra arable a la lombriz de tierra… El conocimiento de la propia idoneidad en un mundo conforme a fin o idóneo es de la mayor significación para la vida humana, pues el convencimiento de nuestra propia idoneidad es felicidad, y esa idoneidad del mundo circundante, cuando se siente, es belleza.” Jakob von Uexküll.
ResponderBorrarSaludos.
la naturaleza es algo irreemplazable, hay que saber disfrutarla :), pasate por mi blog, soy nuevo http://indiokilmes.blogspot.com.ar/
ResponderBorrarpues Yo Soy los perro(s) que alimentas y la tierra que riegas. La impronta Link pervive en mis amorosas lecturas, gracias Pachamama , y gracias al destino por tu generosidad,
ResponderBorrarSonya,