Por Daniel Link para Perfil
Me encuentro con mi amiga Chiche, para darle las pastillas que está tomando contra un rarísimo mal cerebral que tiene algo de oligofrenismo y algo de touretismo (son importadas, y aquí no se consiguen). “Chiche”, le digo, “si no tomaste las pastillas no andés diciendo cosas”. Se ríe y me contesta: “Vos sabés cómo soy” y se zampa dos al mismo tiempo (“Moron”, pienso).
Comentamos, mientras le hacen efecto, la nueva serie de reinas que están dando: La reina blanca (The White Queen), que yo ya vi entera. Fue escrita por Emma Frost, basada en los libros históricos de Philippa Gregory, y focaliza su atención en el turbulento período de la Guerra de las Dos Rosas, cuando los York y los Lancaster se peleaban por la sucesión de los Plantagenet. “Parece el 2001”, me dice Chiche. No le contesto y le sirvo más té para que no se deshidrate.
Como siempre en las ficciones de Philippa Gregory, los personajes principales son las mujeres que, con sus intrigas, van modificando el mapa del poder. Y, como las muertes y las abdicaciones se suceden con ritmo de vértigo, las reinas se amontonan como si fuera un póquer fullero. “A mí me gusta Margaret”, me dice Chiche (una que aspira a que su hijo, un Tudor, se quede con el trono). “Es muy piadosa”, agrega. Callo mi predilección por la reina Elizabeth, una advenediza que además es bruja y cuya belleza es idéntica a la de Ingrid Bergman en su mejor momento (la actriz es sueca), porque temo la condena de Chiche, que cree que las brujas existen. “Por suerte hablan en castellano”, me dice (la versión que están dando en cinecanal está doblada), “porque sino me pierdo”. “Estás perdida hace rato”, pienso, pero le recomiendo que no la abandone y que preste atención a las extraordinarias virtudes de guion y de casting de la miniserie, que alcanzan a disimular la pobreza de la producción (que se nota sobre todo en las batallas, de cinco contra cinco). Dejo a Chiche enredada en una madeja de poderes femeninos.
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