Por Daniel Link para eñe
Susan Sontag murió el 28 de diciembre de 2004, poco tiempo
después de la publicación de su último libro, Cuestión de
énfasis (2004), y con
una recopilación de artículos en la imprenta, Al mismo tiempo
(2007), a los que
oportunamente me referí con cierta melancolía.
Siempre leí la obra de Sontag como la de una amiga distante a la
que podía pedirle consejo porque la lectura repetida puede
comprenderse como un pacto amistoso entre dos conciencias lejanas (en
el tiempo y en el espacio).
La Sontag a la cual vuelvo siempre, pero particularmente en estos
días, cuando preparo una intervención en un festival camp de Ríode Janeiro, es aquella que llegó a Nueva York en 1958 y que se
convirtió no en su mejor cronista sino en su teórica más aguda (me
refiero a la ciudad imaginaria que por ese entonces era Nueva York,
el centro indiscutible de todas las artes y de todas las
sensibilidades, algo ya perdido para siempre, una singularidad que la
barbarie imperialista ya no tolera).
En sus diarios de la época se leen sus encuentros con el amor que
no osa decir su nombre: “Mi relación con Harriet [Sohmers] me
perturba. Quiero ser espontánea, irreflexiva, pero la sombra de sus
expectativas sobre lo que es tener un affair me desequilibra,
me hace actuar con torpeza” (30 de diciembre de 1958).
Poco tiempo después la fama le llega no por la vía de las
novelas que va prolijamente escribiendo sino por el conjunto de
ensayos en los que lee su época y en los que su época se siente
leída, Contra la interpretación (1964).
El 9 de diciembre de 1961 anotó en su diario: “El miedo a
envejecer nace del reconocimiento de que uno no está viviendo la
vida que desea. Es equivalente a la sensación de estar usando mal el
presente.”
Esa sensación de usar mal el presente, ese miedo a la vejez (el
miedo al Tiempo) domina la última parte de su obra y, con el paso de
los años, me siento identificado con ella: con la distancia respecto
de sus antiguos dichos y con el desacomodamiento respecto del
presente (finalmente, el presente no es sino la relación de
inactualidad que con él establecemos). “El arte facilón actual ha
dado luz verde a todo” se lee en “Un argumento sobre la belleza”
(incluido en Al mismo tiempo) y, con ella, notamos en lo que
nos rodea un cierto relajamiento de la extrema sobriedad que el arte
pop de los sesenta había impuesto como norma.
La fotografía fue una de sus
obsesiones, desde Sobre la fotografía (1977)
hasta Ante el dolor
de los demás (2003), y vuelve en “Ante la tortura de los
demás” (incluido en Al mismo tiempo), donde Sontag analiza
el escándalo suscitado por las fotografías en las que alegres
soldados estadounidenses torturaban a prisioneros iraníes en la
cárcel de Abu Ghraib. “Sí, al parecer una imagen dice más que
mil palabras”, concluye Susan. “E incluso si nuestros dirigentes
prefieren no mirarlas, habrá miles de instantáneas y videos
adicionales. Incontenibles”. Ese carácter incontenible,
inocultable, de la barbarie reposa en un dato insoslayable de
“nuestra” cultura: la digitalización, que algunas veces se nos
aparece como facilona y berreta y, otras, como una herramienta contra
la guerra imperial. Ese borde incómodo del presente fue el de
Sontag, y sigue siendo el nuestro.
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