por Daniel Link para Perfil
Hay palabras que resuenan como látigos en los oídos de cualquiera y
que, por la violencia que implican, revelan un lugar de enunciación
abominable que bien podría caracterizarse como fascista si no fuera el
lenguaje mismo el fascista, porque opera discriminando, separando y
jerarquizando.
¿Qué significa “ser hijo de”? ¿Qué clase de herencia involucra el
nombre del padre y cómo atravesar esa instancia de definición del propio
ser y del lenguaje?
Recuerdo la serie Boss (no estoy seguro de que haya sido programada en
Argentina) en la que un padre (el alcalde de Chicago), de una maldad
metafísica y sobrecogedora, entregaba a su hija (que lo proveía
clandestinamente de las drogas que él necesitaba para disimular el
progresivo deterioro de su conciencia, efecto de una enfermedad
neurológica degenerativa) a los medios de comunicación, a los servicios
sociales y a la cárcel para recuperar unos porcentajes de simpatía
política.
La misma maldad, podría decirse, que sufrió Sofía Gala (dueña de esa
cualidad misteriosa y paralizante de quienes están más allá de las
palabras, por su belleza pero, sobre todo, por su ángel) cuando su madre
decidió entregarla a la voracidad de los programas de televisión,
acusándola de “desubicada” y amenazándola con aplicarle un “correctivo”.
Sé que no fueron ésas las palabras que se dijeron, pero son las mismas
que correspondería aplicar en este otro caso, con el mismo resultado: lo
que traen y llevan esos nombres es la pura maldad, desnuda y a todo
dispuesta.
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