por Daniel Link para Perfil
“¿De qué va esa mierda de la cultura árabe?”, se preguntaba William Burroughs.
Se recomienda a los visitantes de Marrakech caminar detrás de los
jóvenes que se ofrecen a indicar una dirección porque de ese modo
disimulan estar trabajando clandestinamente de guías turísticos, algo
que la ley les prohibe. Si alguien es capaz de eludir los rigores de la
ley es cualquier joven marroquí (incluidos los apenas púberes que
ofrecen sexo y hachís en cada esquina), de modo que el subrayado es
estúpido (destinado a turistas europeos, incapaces de entender el mundo
más allá de sus estrechos sistemas de categorización). La explicación es
más sencilla: al caminar delante de uno, los jóvenes obligan al
desprevenido a seguirlos como perros durante las cuadras que ellos
consideren necesarias para ganarse una recompensa por su falsa
amabilidad (la mayoría de las veces, ni siquiera requerida).
Caminando rumbo a unos jardines recomendados por las guías, un joven
de una belleza sobrecogedora (evito suspicacias: tenía más de veinte) me
preguntó a dónde iba, me dijo que el parque estaba cerrado (lo que era
mentira, como luego comprobamos), me dijo que era bereber, que estudiaba
lenguas en la Universidad, que su padre trabajaba en el barrio judío, y
comenzó a caminar sin mirar hacia atrás por un laberinto de callejas.
Cada tanto agregaba un comentario idiota y se palmeaba la pierna para
indicarnos que nos corriéramos del centro de la callejuela porque venía
una bicicleta. Como quien le habla a su perro.
De pronto, estábamos subiendo una escalera y hablando con su “padre”
(en fin, el dueño de la herboristería para quien trabaja a comisión). Un
yerbero como el de Jane Bowles, pensé (e imaginé la voz de Mario
Bellatin, diciéndome que no tomara nada).
El “hijo del herborista” desapareció de nuestra vista y terminé
comprando aceite de árnica, para mi tobillo adolorido, y unos granos
negros para no roncar, que venden a precio de oro, más caros que el
azafrán, porque aparentemente duran para siempre. Pagamos, por supuesto,
la décima parte de lo que nos pedían, porque acompañado por un gallego
avaro es imposible que me curren. Hasam (o como se escriba), hermano,
Allahu Akbar y Assalamu ‘Alaikum (“Dios es grande” y “La Paz Sea
Contigo”): si te seguimos fue porque nos habías prometido dejarnos
hacerte una foto y habríamos pagado por ella más que por la pacotilla
medieval y pseudonaturista que compramos.
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