Carta al Padre
Por Daniel Link para Radar Libros (Buenos Aires: domingo 22 de noviembre de 2000)
Por Daniel Link para Radar Libros (Buenos Aires: domingo 22 de noviembre de 2000)
Lunes
Querido Foucault:
Cuando era chico mis mapas eran los mejores del colegio. Los hacía
mi papá --que ahora está muerto--, en papel de calcar con tintas
chinas de diferentes colores. Particularmente brillante fue mi
exposición de los Estados Unidos, con mapas trazados a gran escala
en cartulina blanca. En algún momento de mi vida mi padre dejó de
hacerme los mapas y supongo que, desde entonces, no he hecho sino
esperar que alguien trazara los mapas que yo, sucesivamente, iba
necesitando: Enrique Pezzoni, Roland Barthes, Gilles Deleuze, vos
mismo.
Ahora llega a mis manos Defender la sociedad, ese curso que
dictaste en 1975 y 1976 en el Collège de France y que, de pronto, me
devolvió la conciencia de que había andado por el mundo, en los
últimos años, sin esos mapas que me orientaban por los caminos de
la vida.
Mientras leía este curso bellamente editado por dos de tus fieles
alumnos, FranÇois Ewald y Alessandro Fontana, no podía sino dejar
de reprocharme que, la primera vez que estuve en París, vos ya no
estuvieras allí y yo no hubiera podido ir a escucharte. En cambio,
recalé (sin demasiado entusiasmo) en el seminario del "enemigo"
Derrida. El azar quiso que, antes de una de sus clases, los dos
coincidiéramos en mingitorios contiguos. Desprecie esa burla del
destino que me ponía al lado de quien menos me interesaba, aquel que
vos habías tan sabiamente destruido, y con palabras tan bellas, en
"Mi cuerpo, ese papel, ese fuego" (1972), que fue por
muchos años uno de mis textos de cabecera, junto con "Qué es
un autor" (1969), donde también te dedicabas a dinamitar las
odiosas premisas derrideanas. Desprecié esa burla del destino que me
ponía ante una liturgia aburrida y ante palabras que yo ya conocía
y que no me servían sino para recordar años pasados: la melancolía.
Si yo necesitaba mapas que me orientaran en la selva del mundo y
ordenaran los caminos de mi espíritu un poco trastornado, nunca
encontré ningún mapa más delicado o más bello que los tuyos.
Ahora leo Defender la sociedad y abomino del destino que no me
dejó que asistiera a ninguna de tus clases. Y te extraño como sólo
puedo extrañar a esos hombres que hicieron mapas para mí.
Martes
Querido Michel:
En la primaria tenía un amigo, el "loco" Bergman, con
quien inventábamos mapas (los envejecíamos y olvidábamos que los
habíamos hecho nosotros para encontrarlos más tarde "por
azar") de "tesoros escondidos" que nos dedicábamos a
buscar con pasión maníaca. Había algo de la inversión en nuestro
juego: invertíamos la realidad y la ficción y después, con una
pirueta incomprensible, invertíamos otra vez la ficción y la
realidad porque, en efecto, encontrábamos esos tesoros.
Alguna vez aprendí que el truco de Marx para volverse famoso fue
utilizar el sencillo dispositivo de invertir el conocimiento
existente para transformarlo en otra cosa. Contra la certeza
hegeliana de que el Estado es la fuerza que da forma a la sociedad
civil, Marx venía a afirmar que era la sociedad civil (o, mejor, la
lucha de clases) lo que determinaba la forma del Estado. Al mismo
tiempo yo leía Las palabras y las cosas (1966) --de entre tus
libros el que más me costó entender-- y disfrutaba tanto del
análisis de Las Meninas (que comparaba con el de Severo Sarduy) como
de la bouttade de escribir que el pensamiento de Marx no era
sino una tormenta en un vaso de agua. Vos también habías entendido
(y asimilado) la lección marxiana de operar por inversiones.
De ahí tus dos grandes operaciones respecto del poder y respecto de
la sexualidad. Vos decías que el poder, al reves de como siempre se
había planteado, no adopta una forma piramidal de distribución
social, desde el soberano hasta los estratos más bajos de la
sociedad, sino que el poder se ejerce capilarmente, localmente. Lo
que se llama una "microfísica de poder", decías, supone
tanto tácticas locales y capilares de ejercicio del poder como de
resistencia a sus coacciones. Que el Estado se aprovechara, luego, de
esos "dispositivos de disciplinamiento" era una historia
secundaria, terrible en sus efectos, pero secundaria. Eso se leía en
las estremecedoras y bellas páginas de Vigilar y castigar (1975)
--¿te sorprendería, te daría risa que hoy los jóvenes lean ese
libro con el mismo fervor que antes aplicaban al Zarathustra de
Nietzsche?-- y en este curso que ahora llega a mis manos, Defender
la sociedad.
En otro de tus libros gloriosos, la Historia de la sexualidad
(1986), decías (contra el sentido corriente, que venía de Herbert
Marcuse y de Wilhelm Reich, de mayo del 68) que no había que pensar
que el poder se inscribiera en los cuerpos reprimiendo la sexualidad.
Muy por el contrario, lo que el poder hace con la sexualidad es
hacerla estallar, multiplicarla (a través de la confesión católica,
a través del habla apenada del paciente psicoanalítico). El poder
es coactivo, pero lo que ordena no es callar la sexualidad sino
exponerla, multiplicar el discurso que la sostiene y también el
carácter único de esa experiencia mediante la continua invención
de clases de perversiones --y te gustaba hacer la arqueología y el
catálogo de esas perversiones, desde la Historia de la locura en
la época clásica (1961) hasta la Historia de la sexualidad.
Los mapas que trazabas habían comprendido tal vez mejor que nadie la
lección de Marx: en la inversión del conocimiento previo, en el
esfuerzo que supone obligarse a pensar en contra encontrabas
la garantía de la vitalidad de tu propia pensatividad, de tu
práctica política y de las verdades que procurabas enseñarnos.
Tu actitud paradójica es una herencia difícil de resolver para
nosotros. Si habías invertido a Marx y a Weber, para seguir tu
ejemplo (tus mapas, tus caminos) sólo nos quedaba invertir tu
pensamiento y volver a Marx o a Weber. Muchos de nosotros, en efecto,
cuando ya no nos quedaba ni Deleuze como consuelo, nos volvimos
weberianos. Otros seguimos sosteniendo a Marx, pero con mucha
aprensión y mucho miedo de estar equivocándonos de rumbo. Otros,
porque vos en cierto modo lo habías anticipado, volvían a las
teorías de Lacan. Si estuvieras aquí, seguirías escribiendo
nuestros mapas y no tendríamos estas incertidumbres dolorosas: ¿Cómo
es legítimo actuar, Michel, cuál es nuestro camino?
Miércoles
Michelle:
Alguna vez alguien me contó que cuando ibas a una fiesta --vos, que
tenías esa cara tan de película de terror de clase B-- te
disfrazabas de Carmen Miranda. Ignoro si había algún fundamento de
verdad en ese chisme, pero me hubiera gustado encontrarte así en
alguna fiesta. Diste una serie de conferencias en Río de Janeiro y
quiero suponer que te habrán alojado en el hotel Gloria. Tampoco
estuve en esas conferencias (recopiladas en La verdad y las formas
jurídicas, 1974), pero me hubiera encantado ver cómo te las
arreglabas para responder los ácidos comentarios de los cariocas
presentes. Defender la sociedad es el primero de tus cursos
que leo. Pensaba que no tenía mayor interés revisitar esos mapas ya
conocidos. Ahora me doy cuenta de que me equivocaba: en la
transcripción de la palabra que pronunciaste públicamente encuentro
un estilo pedagógico que intenté siempre copiarte (como cuando, en
La verdad y las formas jurídicas proponés ese juego, esa
adivinanza sobre una institución aterradora que controla todo el
tiempo de los hombres y mujeres que encierra. "¿Qué es esto?",
decías. "¿Qué puede ser?" Y era una fábrica: la utopía
capitalista en su momento más triunfante y más cínico).
Qué ganas, ahora, de haber estado en una de tus clases y haber
podido contestar con solvencia una de esas preguntas tramposas que,
por puro placer estético, lanzabas a una audiencia atónita. Me
acuerdo también de esa vez que, en una entrevista, un historiador te
revelaba un dato que ignorabas: la fecha exacta en que se inventó la
mamadera, lo que disparaba hacia adelante el mapa que, en relación
con la formación de la familia moderna, estabas trazando por
entonces. "¡Que el cielo se desmorone sobre mí!",
exclamaste muerto de risa y un poco encabronado porque ese fecha se
te había escapado.
Qué ganas de haber sido tu mejor alumno, qué ganas de haberte
encontrado --después de contestarte con precisión y petulancia
juvenil-- en una fiesta, disfrazado de Carmen Miranda. No me hubiera
atrevido a hablar por miedo a tus carcajadas ante mi autista
incapacidad para cambiar tan rápidamente de registro. Michel,
Michel, qué ganas de haber estado en un rincón, en esas fiestas.
Jueves
En un texto injusto, Jürgen Habermas te ponía del lado de los
jóvenes conservadores, como si fueras un aliado sofisticado de los
neoconservadores que proclamaban, durante la década del ochenta, el
fin de la modernidad. Nunca respondise esa acusación infame y el
propio Habermas tuvo que corregir su apreciación. Después de todo,
en "Qué es la ilustración" (1983) habías deslizado, como
al pasar, que tu forma de entender el mundo encontraba un antecedente
en la teoría crítica desarrollada por los frankfurterianos de
primera generación (de quien el mismo Habermas se decía heredero).
Una casualidad te llevó a la televisión junto con Noam Chomsky y
tuvieron un diálogo memorable que Mitsou Ronat reprodujo en un libro
llamado Conversaciones con Noam Chomsy. El lingüista, tan
salvajemente anarquista, terminó reconociendo que tanto él como vos
estaban intentando dinamitar la misma montaña desde diferentes
ángulos. Nunca terminé de saber si esa metáfora te gustaba. En
todo caso, estaba bien que otra de las cabezas del siglo se rindiera
ante tu habilidad retórica y ante tu rigor conceptual a prueba de
televisores. Nunca pude ver ese programa. Nunca pude sino imaginar tu
cuerpo, tus ademanes (ese papel), las inflexiones de tu voz (ese
fuego). Una vez escribí un libro que incorporaba a la firma del
autor la indicación "y sus amigos". Entre esos amigos
estaban un tal Rolando Barto y un tal Miguel Fucó. Yo era ingenuo,
entonces, y no sabía todavía el abismo de la deuda y la gratitud
que, para siempre, se interponía entre yo y ustedes. Ninguna amistad
así es posible. Yo no podía sino repetirte, usar tus mapas.
Viernes
Querido Michel Foucault:
Una cosa es la disciplina, decís en Defender la sociedad, y
otra cosa es la soberanía. Y también insistís en invertir el
aforismo de Clausewitz: no es que la guerra sea la continuación de
la política por otros medios sino que la política es la guerra
librada por otros medios ("La ley no nace de la naturaleza,
junto a los manantiales que frecuentan los primeros pastores; la ley
nace de las batallas reales, de las victorias, las masacres, las
conquistas que tienen su fecha y sus héroes de horror").
El mapa que trazabas, entonces, no era un mapa que sirviera para
descubrir algún tesoro --como sí lo eran La arqueología del
saber (1969) o "La vida de los hombres infames" (1977)
o el "Prefacio a la transgresión" (1963), que
memorizábamos como si se tratara de poemas.
Venías a decir que hacían falta mapas estratégicos, mapas de
combate, porque estábamos en guerra permanente (y la paz era, en ese
sentido, la peor de las batallas, la más solapada y la más
mezquina). El terreno estaba minado por el enemigo: había que tener
un gran cuidado. ¿Cómo no seguir tus recomendaciones?
Porque insististe en desarrollar un cierto activismo político en
relación con las prisiones y sus efectos sobre el cuerpo de los
delincuentes, muchos de nosotros fuimos a las cárceles, a ver, a
escuchar, a hablar. ¿Pensábamos encontrar a nuestro propio Pierre
Rivière? Ibamos, como quien se piensa como una avanzadilla de un
ejército disperso en una guerra nunca declarada. Estuve en la cárcel
de San Nicolás y sentí miedo y asco cuando pude comprobar la forma
en que la disciplina y la soberanía operaban sobre esos cuerpos. Vos
ya lo sabías, yo tuve que aprenderlo.
Después conociste los Estados Unidos, California. Y la doctrina de
la corrección política te acosaba (¡tan luego a vos!) para que
hablaras de tu sexualidad e hicieras públicas tus "inclinaciones".
Con qué repugnancia habrás recibido esas demandas que no hacían,
en última instancia, sino volverte víctima del dispositivo que vos
mismo habías descripto y descalificado. Uno de tus biógrafos,
Miller, intentó sostener el relato de tu vida a partir de tu muerte,
víctima del Sida. Insinuaba que seguiste tuviendo relaciones
sexuales "descuidadas" luego de conocer tu diagnóstico,
fatal en ese entonces. Insinuaba que tus últimos textos debían
leerse en relación con la fascinación que las prácticas
sadomasoquistas habían despertado en vos. Ya no te disfrazabas de
Carmen Miranda sino de Tom de Finlandia.
No es que Miller no te quisiera tanto como nosotros, sólo que no
entendía los mapas, se equivocaba en la comprensión del alcance de
la guerra que estabas sosteniendo y se ponía, todavía, del lado de
la moral que, vos lo sabías, Nietzsche había desmontado para
siempre.
Hay que reprocharte, eso sí, tu impaciencia, tu ansiedad, tu
in-disciplina. Diez años después te hubieras contagiado, de todos
modos, pero hubieras sobrevivido como un mutante conectado para
siempre a la máquina farmacológica y a esas biopolíticas
que, precisamente en Defender la sociedad empezabas a definir.
Y yo seguiría teniendo los mejores mapas de la escuela. O, al menos,
la esperanza de tener a quien pedírselos.
Sábado
Foucault:
Cuando asumiste tu cátedra en el Collège de France pronunciaste una
"Lección inaugural" de una belleza que anticipaba la
igualmente célebre Lección (1977) de Roland Barthes. El
orden del discurso (1971) --como La verdad y las formas
jurídicas, como las polémicas que tanto te gustaba mantener (y
publicar) con los diferentes sectores de la izquierda, como estos
cursos que ahora, felizmente, se publican-- es un mapa interior de tu
propio pensamiento. "¿Hay que continuar?", te preguntabas
siguiendo a Beckett. "Y sí, y sí", decías. Pero lo ideal
sería si se pudiera comenzar a hablar como si no estuviera hablando
uno --esa repugnancia al nombre propio, al nombre del padre, a la
marca de fábrica-- sino como si se estuviera continuando un discurso
que había empezado antes y que uno, sencillamente, se encargaba de
seguir. Mapas de tu pensamiento: lo que habías hecho, lo que ibas a
intentar hacer. El primer tomo de la Historia de la sexualidad,
nos dijiste en el segundo tomo, estaba todo mal planteado. ¿Hay que
continuar? Sí, hay que continuar, sobre todo con la valentía de
poder pensar en contra del propio pensamiento.
Los historiadores no te entendían, los filósofos ironizaban sobre
tu obra, los analistas del discurso te robaban todo lo que decías
sin confesarlo nunca, los profesores de literatura envidiaban tu
prosa, las formaciones guerrilleras en América Latina te leían a
escondidas. Siempre estabas ahí. No trazando planes, porque no eras
un planificador, sino dibujando mapas, porque eras un topógrafo.
De Deleuze amabas, precisamente, la idea de "enunciación
colectiva" y por eso rechazabas la elitista insinuación
marxiana de que el pueblo es el corazón de la revolución y los
intelectuales su cabeza. El poder es microfísico y hay que resistir
microscópicamente, por lo tanto, a ese poder. Que cada cual
encuentre los conceptos y las palabras para resistir a los
dispositivos de disciplinamiento que pasan por su cuerpo. No eras un
planificador: no había nada que planificar. La guerra estaba
declarada en todos los frentes y había sencillamente que trazar los
mapas de esa zona de combate que es nuestro presente.
¿Qué otra cosa es la filosofía sino interrogar la propia
actualidad?, dijiste. Y esa interrogación era intensa y obsesiva en
tus escritos aunque pareciera que estabas hablando de otra cosa, de
las falsas luces del siglo XVIII, de las grandes colecciones del
siglo XIX o de la pederastía griega como forma de la pedagogía.
Ahora nos parece que no hay nadie que nos diga qué preguntas hacerle
a nuestra propia actualidad. Ahora, no sabemos a quién pedirle un
mapa para sorprender a la maestra en el colegio.
Ahora, mi padre está muerto, Roland Barthes fue atropellado por una
camioneta de una lavandería, Deleuze se tiró por una ventana, y vos
te aventuraste a dejarnos irremediablemente solos, tal vez porque
creíste que podíamos empezar a dibujar nuestros propios mapas.
Pero el luto no se ha terminado. Defender la sociedad, además
de recordarnos cuánto te extrañamos, nos sirve para hacernos
sentirnos más huérfanos que nunca. Sin vos, Michel, estamos solos.
Sólo nos queda el consuelo de acordarnos de ese grito de batalla (y
de fastidio) que escribiste en El orden del discurso: ¡Qué
importa quién habla! ¡Qué importa quién habla! Tal vez eso nos
permita imaginar que cuando nosotros nos ponemos a hablar es tu voz
la que resuena y es tu risa la que vibra en la nuestra y son los
mapas minuciosos que trazaste los que marcan nuestros pasos.
Es verdad que somos huérfanos Pero Giorgio Agamben podría ser un buen padre adoptivo, creo yo.
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