Por Daniel Link para Perfil
Se despertó enfermo. El roble comenzó
a dar sus primeras hojas de primavera y de inmediato la copa se puso
cenicienta y las hojas novísimas volvieron a caer al suelo, como si
fuera un otoño de treinta grados.
Nunca en los últimos cuarenta años
había sucedido algo parecido (el roble debe de tener ochenta, por lo
menos). Escribimos de inmediato al INTA, les mandamos fotos.
Nos preocupaba la dignidad del árbol
mismo, en cuya fortaleza mitológica siermpre quisimos reconocernos,
pero además temblábamos de calor ante la sola posibilidad de que
careciera de esperanza. Su copa inmensa, donde viven cientos de
pájaros, arroja sombre sobre el techo de la casa, todas las tardes
de los tórridos veranos que padecemos.
Del
INTA nos contestaron de inmediato: nos pidieron que les lleváramos
“una muestra de ramitas cortadas en el día, con hojas afectadas,
en una bolsa plástica translúcida, bien cerrada y con suficiente
aire en su interior”. Espero que podamos obener un diagnóstico
biológico la semana que viene, y que haya algún tratamiento que
sirva para eliminar la plaga que afecta al gigante europeo en el que
tanto confiamos.
Pero
igual, ya nunca será lo mismo. Porque ahora sabemos que el que
estaba para protegernos necesita también de nuestros cuidados y la
vejez es eso: la conciencia repentina de que todo lo que dábamos por
hecho (la inercia ante los cambios atmosféricos, la íntima relación
con los ciclos de la tierra, el agua y el aire, la alegría propia y
compartida con los otros) se convierte de pronto en una frágil
relación que no funciona bien sin asistencia.
Sisi
(la perra más vieja) ya no ladra de noche y necesita de nuestro
estímulo para moverse. Sabemos que más tarde o más temprano lo que
vive declina y se integra al polvo del que alguna vez provino. Pero
nunca pensamos que cualquiera de nosotros habría de sobrevivir al
roble, al que juzgábamos tan eterno como el agua y el aire.
Me encantó.
ResponderBorrarEs la preocupación de nuestra edad.
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