La flauta mágica de Mozart y Elektra de Strauss son óperas, por diferentes motivos, difíciles de montar. La calidad musical de ambas es indiscutible, por cierto, y ambas constituyen éxitos seguros en los repertorios operísticos del mundo. Pero, en el caso de Mozart, la ópera tiene un hilo dramático tal leve, y la mescolanza (deliberada) de géneros musicales que se suceden a un ritmo vertiginoso en escenarios diferentes obliga a los puestistas a imaginar soluciones que pongan los caprichos mozartianos en un plano de inteligibilidad. En el caso de Elektra, la intensidad del libretto y de la música son tales que exigen una cualidad escénica que muy pocos cantantes pueden desempeñar.
Además, no habría que decirlo, en un caso y en otro hace falta una buena dramaturgia para entender qué de esos textos y esas partituras todavía nos alcanza (es decir: qué está todavía vivo en ellos).
Había visto La flauta mágica en Berlín hace mil años y volví a verla en el MET, hace unas semanas. Había visto Elektra de Strauss en el Colón hace 20 años (con una genial Leonie Rysanek como Klytämnestra) y volví a verla ayer. Me entretengo, pues, en un ejercicio comparativo de Gesamtkunstwerk, siguiendo los pasos de Diego Carballar (él vio las mismas óperas, en los dos casos, días antes que yo).
1. Los teatros: el MET es, como bien señala Diego, "el galpón más exquisito del mundo". El Colón es, como sabemos, una de las salas más hermosas del mundo. Tan grande es el MET que, a partir de ciertas ubicaciones, el sonido llega mal, amortiguado, y si uno ha tenido la desgracia de quedar sentado bajo el saledizo de las plateas altas, directamente no escucha nada. En el Colón, dicen los que saben, hay apenas unos extraños conos de silencio a donde la música no llega como es debido, pero atribuyen eso a razones más bien mágicas que a otra cosa y, de todos modos, nunca me pasó que no se oyera bien, desde cualquier lugar en el que estuviera. Las producciones del MET son siempre muy grandilocuentes y abundan en artillería lumínica, vestuarios costosísismo, escenografías deslumbrantes, el "qué más querésismo" que las grandes masas tanto aprecian. En el Colón todo es mucho más pobre (aunque los departamentos técnicos sean de primera línea, como se vio en la puesta de Elektra), sobre todo desde que se ha vuelto prácticamente imposible importar puestas. Las entradas, curiosamente, son más baratas en el MET que en el Colón (considerando ubicaciones parecidas, el Colón es sensiblemente más caro), asunto sobre el que ya había reflexionado. Por supuesto, siempre preferiremos ir al Colón antes que al MET (porque nuestro teatro tiene más lugar para las piernas y no hay que levantarse para dejar pasar a los que llegan tarde y, sobre todo, porque el público es mejor: sabe más sobre lo que sucede en el escenario y se compromete hasta el delirio), pero, en mi última visita, el Colón estaba atravesado por una media sombra (¡por favor! La mujer sin sombra, Cromañón) porque parte de la mampostería (a la altura del foso de la orquesta) se había caído. Así que en términos de "teatralidad burguesa", esta vez, el MET se lleva un 7 (más que eso nunca merecería) y el Colón (que es una sala de 10), otro 7.
2. La música: Diego Carballar me viene insistiendo desde hace meses con el latiguillo de que "la orquesta del Colón está muy bien". Y tiene razón: anoche brilló con un brío que hacía mucho no escuchaba. La dirección orquestal de Paternostro fue magnífica y fue conmovedor la apertura con la protesta de los músicos ("Sí a salarios dignos"). En vez de retribuirnos con una pasada "digna" de una partitura difícilísma, nos dieron todo lo que pudieron y más. En el MET la orquesta no fue mala, pero tampoco memorable: dieron un Mozart elegante y vacuo (como corresponde). En cuanto a los cantantes el asunto no es tan claro: en La flauta mágica hay por lo menos un aria memorable que exige de una cantante prodigiosa ("Der Hölle Rache kocht in meinem Herzen"): el día que yo la vi, la Reina de la Noche la cantó con nerviosismo y titubeos. El resto de los cantantes cumplieron sobradamente bien sus papeles vocales y particularmente majestuosa fue la voz que René Pape le prestó a Sarastro. Elektra es un tour de force casi imposible que requiere de tres mujeres que no sólo sostengan el canto sino que impongan el volúmen de su voz a una masa musical enloquecida. Yo, que tenía en mi recuerdo una de las Klytämnestras más memorables de todos los tiempos, tuve ahora que soportar a una que... desafinaba (desafinó por lo menos una vez, después dejé de oírla). La Elektra de Linda Watson cantó correctamente su papel, pero la que se llevó la ovación de la sala fue, esta vez, Manuela Uhl, que hizo una Chrysothemis inolvidable. En suma, musicalmente, el MET se lleva un 7 y el Colón un 8.
3. La puesta: Una ópera es una ópera es una ópera. No es un recital de canto, no es un concierto. Además de cantar, los cantantes tienen que actuar. Además de desempeñar un rol vocal, tienen que desempeñar las acciones que el texto les marca. Lo del Colón fue, en este sentido, penoso: es difícil concentrarse en una cantante muy entrada en carnes que le dice a su hermano "estoy en piel y huesos", que le pregunta "por qué me mirás con esa cara de cólera" cuando el otro está dándole la espalda, y que cuando Egisto le dice "alumbrame con la antorcha", está en la otra punta del escenario, sin antorcha y sin saber qué hacer con su cuerpo, tan concentrada en cantar que se olvidó de que estaba en un escenario. Otra que no sabía qué hacer con sus huesos era Klytämnestra, que optó por apoyarse en un cetro durante la mayor parte de su extraordinaria intervención (me refiero a lo que está escrito, no a lo que se vio). Nada de esto es culpa de los cantantes, por supuesto, sino del director de escena, Pedro Pablo García Caffi, que optó por no leer el texto, no trazar ninguna dramaturgia en relación con él, no marcar movimientos en escena, diseñar él mismo una escenografía y una iluminación de una pobreza conceptual insultante y encargar a Alejandra Espector uno de los más horribles vestuarios de los que se tenga memoria. Después de todo, él es un funcionario y burocrático fue el partido que tomó, arruinando el efecto de todos los demás involucrados (orquesta, dirección musical, cantantes, técnicos -extraordinarios- de escenografía, sonido e iluminación, libretista y músico).
En el caso del MET el asunto fue más debatible porque para dirigir La flauta mágica convocaron en 2006 a la regista Julie Taymor, famosa por su puesta en Broadway de El rey león. Por supuesto, ella trajo al escenario del MET todo el trucaje propio de las comedias musicales, y también títeres, y, y, y (qué más querésismo). Como el texto, con sus cambios de escenarios constantes, es imposible de resolver, Taymor optó por la misma solución que yo había visto en Berlín: estructuras giratorias que van armando las diferentes escenografías (creo que es el pastido más habitual tratándose de La flauta mágica). Pero lo deslumbrante de la puesta de Taymor no estaba en el presupuesto inconmensurable que le habían otorgado (en los niños voladores o en las mujeres-pájaro que bailan), sino en la sabia lectura del texto y en el subrayado del diagrama subyacente en una ópera masónica, racionalista, antireligiosa: las estructuras móviles que constituían los diferentes fondos de la acción incluían o un círculo o un cuadrado o un triángulo (o un círculo más pequeño). Cuando Sarastro entra en escena, lo hace atravesando todas esas figuras geométricas superpuestas, que dan la clave del asunto: ¿cómo diagramatizar el cuerpo, cómo transformarlo en una máquina abstracta, como llevarlo al plano de inmanencia donde la música (la harmonía) tiene su sede y donde cesan todas las interpelaciones? ¿Cómo resolver la cuadratura del círculo (la fricción entre el pensamiento mágico y el pensamiento racional, si se quiere)? Quiero decir: la puesta de Taymor, irritante como podía ser en términos de artillería escénica, tenía un concepto: el texto había sido leído, había sido puesto en correlación con la historia de la diagramatología corporal (desde Leonardo hasta Kepler) y había encontrado un lugar desde el cual se conectaba directamente (por la vía de los sentidos) con nuestros propios cuerpos. Esa puesta no sólo daba qué pensar sino que ponía nuestro pensamiento en un lugar inesperado, insospechado: nos forzaba a pensar lo que no habría podido ser pensado de otro modo.
Para pensar no hace falta dinero, apenas un poco de imaginación y contracción al trabajo: leer el texto, escucharlo, dejarlo que respire y diga lo que lo habita. En el caso de Elektra, un furor sexual incontenible. No sé qué habría hecho Marcelo Lombardero, pero resultó evidente que García Caffi es sordo. Calificar como "malograda" la versión de Elektra que presentó es justo, pero es decir poco. Más acertado es subrayar que fue "imperdonable", sobre todo porque fue refractaria a toda forma de pensamiento: la escenografía incomprensible, la iluminación caprichosa, insuficiente (y no "minimalista"), el vestuario, execrable... todos eran caminos que conducían a ninguna parte, a ninguna idea, a ningún concepto. Elektra sucede en el borde de un abismo al que se arrojan todos los personajes, en particular las tres mujeres que representan tres formas de deseo. No había que ir muy lejos para encontrar bibliografía que sirviera para poner en perspectiva el texto de Hofmannsthal. Conclusión: el MET se gana un 9, el Colón se lleva un penoso 1.
Recapitulo, promedio y redondeo: MET: 7+7+9 = 8, Colón: 7+8+1 = 5. Lo más triste es que la calidad del Colón está muy por encima de ese número miserable, que sólo se explica porque su director tiene los oídos llenos de la mampostería que se le vino encima. No alcanza con decir "Si usted es capaz de cerrar los ojos durante toda la función y solo dedicarse a oír, seguramente sentirá que nuestro querido Teatro Colón ha llegado al nivel histórico del que nunca tuvo que haber salido". Ahora queremos, straussianamente, argentinísimamente, venganza. "¿O no, hermanos míos, o no?"
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