lunes, 29 de diciembre de 2014

El testaferro


Por Daniel Link para eñe



Se me pide que mencione algún libro del 2014 sobre el que quiera escribir unas palabras. Elijo En ausencia de guerra de Edgardo Cozarinsky porque me consta la poca atención que la novela ha recibido en los medios de Buenos Aires. No sé por qué no se ha reseñado esa novela, pero yo personalmente la encuentro mucho más fría que cualquiera de las anteriores, en las que Cozarinsky había conseguido un delicadísimo equilibrio entre lo personal y lo apersonal, entre la memoria que puede atribuirse a un personaje literario (la propia memoria) y la memoria pública.

Leo con atención las sutiles variaciones literarias que Cozarinsky ensaya en cada una de sus novelas. En la penúltima, Dinero para fantasmas, me había impresionado el alargamiento inesperado del fraseo de su prosa, mediante la inclusión de inhabituales subordinadas y parentéticas, lo que confirmó la extraordinaria vitalidad de su literatura, que no se conforma con ensayar una receta sino que se pone en riesgo con cada una de sus entregas.

En ausencia de guerra también experimenta, pero esta vez ensayando un tipo de correlación entre universos (argentino-argelino: la lucha armada de los años setenta en nuestro país, la guerra civil argelina posterior a su independencia, etc.) donde lo que no tiene lugar es precisamente el espacio que habitualmente Cozarinsky se reservaba para si o sus dobles novelescos: el que une mundos distantes o el que se sostiene en el abismo que separa mundos. Sin el personaje y narrador de En ausencia de guerra, en cambio, esa correlación se sostendría de todos modos.

Lo primero que aparece es una carta encontrada en un libro en una librería de usados cualquiera. Casualmente, la amiga que firmó esa carta le legará al narrador una historia que pone entre signos de interrogación la epicidad de los grupos guerrilleros de los años setenta y una confesión terrible de alguien que, cuando fue parte de esos grupos, mató a dos de sus compañeros “para mostrarme fuerte y valiente”, y que luego fingió un secuestro para hacerse de una pequeña fortuna.

Paralelamente, la tibia fantasía heterosexual en la que el narrador se ve envuelto lo conduce a una historia de venganzas cruzadas al estilo de Extraños en un tren (la novela de Patricia Highsmith en la que dos desconocidos entablan un pacto siniestro para matar y quedar impunes): la partenaire sexual del narrador cree haber matado a Henry Kissinger, cuando en realidad la víctima accidental fue un artista de variedades de la televisión.
Si, como quiere Cozarinsky, "Los cuentos no se inventan, se heredan", tal vez lo que se guarda en esa caja de seguridad suiza no sea propiamente un testimonio de un pasado como herencia maldita, sino un principio de composición novelesca que, por primera vez, Cozarinsky pone en escena: al tacharse a si mismo del relato, éste se vuelve apenas el rastro helado de una ausencia y la historia pasa de la tragedia a un vaudeville que, como nuestro presente absoluto, incluye héroes falsos, testaferros y secretos suizos. 
 

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