viernes, 16 de enero de 2015

Chez Freire Grand Hotel

por Daniel Link para Soy 

Cuando nos echaron del Hipermercado en 2006 decidimos invertir nuestra indemnización en una loca empresa. Con el correr de las semanas, cada uno de nosotros tuvo sus preferidos y sus "encargate vos".
El menor de los Freire se llevaba mal con la cuadrilla de Rubenes (no sabemos si todos se llamaban Rubén, pero al menos tres de ellos respondían a ese nombre), que se dedicaban a tareas menores de albañilería y de pintura. Decía que eran subnormales y que no entendían ninguna indicación. Tal vez fuera cierto, pero yo los veía de otro modo: todos muy jóvenes (casi adolescentes), diminutos y resultado de los mestizajes más estrambóticos, lo que daba como resultado ese tipo de belleza física típicamente argentina, con pieles de matices tan ricos como un crepúsculo pampeano. Eran, también, sumamente respetuosos y, cada vez que podía, les encargaba una tarea extra (mover algún mueble de un piso a otro), lo que me permitía contemplar sus movimientos de una sensualidad delirante, darles una propina y sentir que en algo contribuía a su felicidad.
Habíamos conocido a Pascual lo el verano anterior, cuando se encargó de unos arreglos en la casa de mi mamá: un boliviano sumamente lúcido (éramos nosotros, por el contrario, quienes lo entendíamos a duras penas), rapidísimo para trabajar y eficacísisimo para sisar materiales, lo que sacaba de quicio al mayor de los hermanos Freire (que se encarga de los números). Yo, que creo que los pobres hacen bien en robar toda vez que pueden, me hacía el tonto cuando me parecía que algo se acababa demasiado pronto.
Urbano, el herrero, consideraba que su relación con los metales lo ponía por encima del común de los mortales. Hacía lo que le placía y con su propio ritmo. Era inconmovible a nuestros ruegos pero no había modo de enfrentar su olímpica actitud porque, después de todo, descendía directamente de la fragua de Vulcano.
Entre todos nos ayudaban a cumplir el sueño de abrir un hotel boutique para turistas en el barrio de Montserrat, el Chez Freire.

Mientras yo me entregaba en los remates de provincia a las deliciosas apuestas a las que mi nueva posición laboral en el hotelito me obligaba, los hermanos Freire se arrojaban en Buenos Aires a una desafortunada (para ellos, para nosotros) lucha de clases. Hacía tiempo que se venían dando discusiones entre contratantes y contratados a propósito de costos de la mano de obra y ritmos de trabajo. Los Freire, educados en los inconmovibles rigores económicos de una familia gallega de antaño, no querían modificar en un centavo un presupuesto que, a todas luces, había sido calculado en relación con jornadas laborales que se multiplicaron, como suele suceder en estos casos, exponencialmente. Pasó entonces que, estando yo en un remate en San Andrés de Giles, un miembro de la cuadrilla de Rubenes se cayó por la escalera de mármol que conduce al quinto piso del Chez Freire. Se quebró una pierna. Por supuesto, el cuento allí se detendría si el mayor de los Freire, como estaba previsto, hubiera contratado los seguros de riesgo de trabajo, tarea que quedó bajo su órbita. Pero se le pasó. Fue postergando el trámite.
Naturalmente, los Rubenes exigieron una reparación económica (los Freire insistían en que no fue un accidente, sino una caída deliberada) y fue entonces cuando comenzamos a arrepentirnos de habernos subido a un barco que estaba ya muy lejos de la costa como para que fuera posible lanzarnos por la borda y abandonarlo. "¡Encima vos (me reprochó el menor de los Freire), que andás tomando reservas!" (porque también ésa es mi área laboral).
Cumplía con eficacia mi tarea y, sin embargo, comencé a dudar sobre la inauguración del hotelito de Montserrat: temía que nuestras primeras visitas tuvieran que acomodarse entre escombros. Luego de una semana de discusiones y amenazas entre las partes en conflicto (y aconsejados por nuestros abogados, que auguraban lo peor), tomamos la decisión de llegar a un arreglo extrajudicial. Los Freire otorgaron el usufructo por cinco años del quinto piso del hotel (el último, y al que se llega sólo por escaleras bastante fatales los días de humedad, como hemos podido comprobar), conservando para sí la nuda propiedad. ¡Mi adorada terracita, además de dos habitaciones y uno de los baños más lindos de toda la propiedad, inaccesibles durante cinco años! No hubo otra opción y ahora los Rubenes, según protocolo firmado ante escribano público, son nuestros socios (tan minoritarios como yo, pero con la ventaja de que cuentan con habitaciones de propia disponibilidad en el Chez Freire).
Pese a todo, seguimos trabajando para acondicionar las dos habitaciones que, como prueba piloto, pensábamos inaugurar en el Chez Freire para nuestras primeras visitas, una pareja de locas alemanas que venían a conocer la Patagonia. Yo intuía que todo iba a salir pésimo: los pobres deberían convivir con los ruidos que habría a su alrededor porque, en las semanas anteriores a su check in, la obra se retrasó considerablemente y el nuevo estatuto de la relación contractual con la cuadrilla de Rubenes impedía presionarlos para que se apuraran.
No es que hubieran perdido su natural amabilidad y su elegancia, pero los derechos que habían adquirido nos obligaban a tratarlos como iguales, y ellos lo sabían.
Por supuesto, yo me preguntaba por qué habían aceptado con tanta rapidez el arreglo (un poco tirado de los pelos) al que habíamos llegado. La respuesta llegó sola, una noche en que volvía cargado de ropa de cama que compré a precios de liquidación en una fábrica de Munro que el menor de los Freire había localizado a través de Internet.
Venía en una camioneta, que manejaba el novio de mi hija (actualmente desempleado y que se dedica, por lo tanto, a proveernos de fletes a precios más bien módicos con el vehículo de sus padres), cargada con montañas de sábanas, fundas, toallas y toallones.
Mientras estacionábamos, se produjo un revuelo de tacos y minifaldas en la esquina de San José y Humberto Primo. Pensé en la policía, que cada tanto aparece para hacer cumplir las siniestras normas de convivencia urbana cuyas modificaciones fascistoides la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires aprobó a mediados de la primera década del siglo. El menor de los Freire fue una vez víctima de esos procedimientos más protocolares que otra cosa, obligado a oficiar de testigo mientras le labraban el acta a una joven que habría estado ejerciendo la prostitución. Ella se negó a firmar el acta y continuó, por lo tanto, con sus quehaceres callejeros. Pero él tuvo que concurrir a la comisaría, donde el acta fue tipeada, y mientras esperaba aprovecharon su presencia para hacerlo partícipe, además, de una suelta de loritos que un inescrupuloso traficante tenía enjaulados y dispuestos para su venta.
De modo que cuando vi la corrida que de San José se aproximaba hacia nosotros temí lo peor: ser yo también obligado a testificar en un caso de conducta escandalosa protagonizado por las chicas del barrio.
Me volvió el alma al cuerpo cuando comprobé que, en realidad, se trataba de una rencilla (seguramente por un territorio en disputa) que no involucraba agentes del orden y que las chicas que venían detrás agredían a las que corrían adelante con insultos y algún que otro objeto contundente arrojado sin la precisión que el caso hubiera requerido. Pero mi sorpresa fue mayúscula cuando comprobé, a la escasa luz artificial que la cuadra ofrece al transeúnte nocturno, que las chicas que corrían delante no eran chicas sino chicos travestidos y que los chicos travestidos no eran otros sino los más jóvenes y bellos integrantes de la cuadrilla de Rubenes.
Se precipitaron, como era de prever, en el umbral del Chez Freire, donde entraron, los cinco, afuscadísimos y con los postizos desencajados mientras yo les sostenía la puerta en un gesto de caballerosidad involuntario pero del que no me arrepiento porque las ménades dominicanas estaban ya sobre nosotros.
"¿Pero qué pasa?", les espeté mirando sin poder creer los rímeles corridos y los torpes intentos por acomodar lo poco que vestían. Como niñas atrapadas en una travesura pícara, callaron al unísono y bajaron los ojos.
"Suban inmediatamente", dije mientras observaba cómo la resma de almohadas que habíamos abandonado en la vereda era víctima de la furia y la codicia de las perseguidoras. "Cuando el mayor de los Freire se entere, me mata", pensé (haciendo caso omiso a la mirada escandalizada del novio de mi hija, un chico de la zona sojera santafecina que yo estaba involucrando en una historia que sus padres habrían de censurar severamente). "Esperame en la camioneta", le dije y subí saltando los escalones de tres en tres para ver qué raro twist el destino estaba arrojando sobre mi, un hombre mayor y ya cansado de sorpresas.
El cuarto piso, donde supuse que estarían los Rubenes rumiando su culpa y su bronca, era un cementerio. Por el hueco de las escaleras vi luz en el quinto piso y hacia allí me abalancé, ahogado casi y al borde de las lágrimas. Estaban allí, todavía cabizbajos, como un pelotón juicioso de escolares dispuestos a soportar el reto injusto de una maestra menopáusica. "¿Pero cómo?", dije, jadeando, "¿Aprendices de albañiles de día y putas de noche?". El más achinado y hermoso de todos los Rubenes, de pelo negro y lacio, soltó un gemido, se puso a llorar y se arrojó en un silloncito que yo no había visto nunca (en cuatro segundos pude notar que habían comenzado a amueblar el pisito y no lo habían hecho nada mal, para mi gusto). "¿Y esto de dónde salió?", pregunté, tratando de aligerar la tensión, recuperar mi ritmo cardíaco y pensar algo inteligente para decirles en relación con una serie de hechos y presunciones para los cuales, justo es decirlo, nunca supuse que debiera tener un discurso preparado. "Lo compramos en Mercado Libre", me contestó uno de ellos (el más amable de todos, el más callado, el que siempre me ayudaba con los bultos y me abría la puerta del ascensor sin que se lo pidiera).
Hablamos largamente y mucho de lo que me dijeron todavía no lo saben ni mis hijos ni mi madre ni los Freire. Lo cierto es que estaban decididos: el quinto piso del Chez Freire sería no ya hotel de pasajeros sino lo que en el barrio se conoce como Telo: nidos de amor provistos para los goces clandestinos de la carne.
¡Cómo no nos habíamos dado cuenta antes! Ahora quedan claras las alusiones envenenadas del herrero, Urbano, que como buen evangelista estaba siempre con el demonio en la boca y no se cansaba de hablar mal de estos jóvenes a los que yo siempre defendía.
Tendré que pensar qué decirle a nuestro huésped inminente, el exquisito zóologo alemán que no sé si verá con buenos ojos instalarse en un edificio donde la confusión reina sin desmayo...

Todo había empezado con la desaparición, a mediados de 2007, de la hermana gemela del Chino, el bello integrante de la cuadrilla de Rubenes que, cuando descubrí el juego nocturno al que se entregaba con sus compañeros, perdió la compostura y, entre sollozos, me contó todo (ayudado por sus jovencísimos secuaces, deseosos de "sacarse el peso de encima"):
Su melliza, después de haber pasado con honores por el noviciado, vivía en el convento de carmelitas que linda con la Iglesia de San José (o Josef, como se lee en la fachada), justo enfrente del Chez Freire. Él, que desde la primera infancia se había acostumbrado a usar la ropa de la niña, la visitaba regularmente (sólo ella lo entendía). La monjita, a la que llamaremos China, desapareció del convento sin dejar rastros.
Desesperado, el Chino aprovechó la oportunidad que se le ofrecía (¡trabajar en frente mismo del escenario de su desdicha!) para vigilar las idas y venidas de las hermanas (ya nosotros habíamos observado que a determinadas horas del día se alborotaban y corrían por los patios del claustro). Sus amigos, conmovidos, se ofrecieron a ayudarlo. Lo que llamaron "horas extras" fueron conversaciones cada vez más íntimas con las prostitutas dominicanas y brasileñas de las inmediaciones, en busca de datos fidedignos sobre la vida en las manzanas que demarcaron como "escena del crimen".
Preocupados por la finalización de los trabajos de albañilería en el Chez Freire (que ellos mismos comenzaron a sabotear para prolongar su estancia en el barrio), fraguaron la falsa caída que Rubén aprovechó para quedarse con parte de la torta turística de los Freire (lo que, para alegría de la banda de detectives aficionados, no hizo sino retrasar indefinidamente el final de la obra).
Convencido de que su hermana gemela había sido víctima de una red de prostitución ("era lindísima", asegura), el Chino decidió él mismo traquetear las calles aledañas en busca de alguna pista. Sus amigos, una vez más conmovidos, se ofrecieron a acompañarlo en sus pesquisas. ¡Pero cómo! Nadie se dedica a la prostitución por solidaridad con el semejante (fue lo que yo dije).
Por supuesto. De paso hacían unos pesos que no les venían nada mal, porque Rubén, el jefe de todos ellos, no sólo robaba en los presupuestos que pasaba sino también en los jornales que a ellos les pagaba ("para comprar vino", "es un borracho", "le pega a la mujer"). Pero... ¡travestis! (fue lo que yo exclamé).
Ellos no son tontos. Sabían que por la contextura física que los caracteriza bien podían hacerse pasar por travestis, pero ellos "no entregaban". Al único a quien le gusta que se la pongan es al Chino. Ellos eran travestis activas, sólamente.
Como preveían, comenzaron a tener éxito nocturno al punto de desquiciar a las compañeras trabajadoras del sexo que antes los habían introducido en las delicias de la noche. Lo siguiente fue establecer un centro de operaciones en el quinto piso del Chez Freire.
¿Y Rubén estaba al tanto de todo? (fue lo que yo pregunté, escandalizado). De ninguna manera. A Rubén lo engatusaron y, viendo el deterioro progresivo de su relación con el mayor de los Freire, lo obligaron a borrarse del mapa para poder usufructuar a sus anchas lo que, si hubiera verdadera justicia, les habría correspondido a ellos, explotados desde el primer día, y no al atorrante de su jefe.
¿Pero por qué no hicieron la correspondiente denuncia de la desaparición? (mi intervención más desafortunada). Porque ellos no eran tarados. Sabían que en el negocio de la prostitución y la droga están involucrados policías. ¿Qué sentido tenía avivar al enemigo de que estaban tras sus pasos?
Con las primeras ganancias de sus rondas nocturnas comenzaron a comprar muebles en Mercado Libre y a perfeccionar sus vestuarios en las ferias americanas del barrio. Como, pese a todas las astucias de las que querían hacer gala, son unos niños (o unas niñas, llegado el caso), y además de imprudentes parecen un poco incultos en las complejidades de la vida callejera, inmediatamente les organicé una reunión con la Lic. Marlene Wayar (ganadora de Los 8 escalones) para que tuvieran, al menos, asesoramiento sanitario.
Contentísimas, me pidieron que les guardara el secreto, cosa que hice hasta que un viernes malhadado el mayor de los Freire fue falsamente involucrado en una red internacional de pedofilia.
¿Creen los Rubenes que Rubén habrá tenido algo que ver en el asunto? (mi miedo). "Por supuesto, es capaz de todo", "Es muy mala persona", "Tiene contactos", "Le pega a la mujer".
Mientras resolvíamos todos los entuertos legales en los que estábamos metidos, ellos querían seguir trabajando en el Chez Freire. Arreglando, en primer término, los desaciertos constructivos de Rubén, y después en "la parte turística". Les gustaba el proyecto y estaban dispuestos a poner el hombro (como yo no pude evitar una sonrisa irónica me aclararon: "el hombro, en principio... Después se verá"). Prometieron ser extremadamente discretas porque sabían que no teníamos habilitación (¡ni la tendremos nunca!) para funcionar como nido de amor. Además, no pensaban abandonar el barrio porque estaban dispuestas a toda costa a encontrar a la hermana gemela del Chino, y del quinto piso del Chez Freire, según protocolo notarial, no podíamos echarlos. Desaprovechar sus servicios habría sido tonto de nuestra parte.

El 22 de abril de 2011, algunos medios (Tiempo Argentino
, entre ellos) se hicieron eco de la condena que, por homicidio culposo, se le impuso a la Priora del Convento San José, la Madre Superiora Leticia de la Virgen de Luján (su nombre civil era otro, pero la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica con sede en el Vaticano que la habían nombrado en el alto rango que ocupaba entre la jerarquía de Carmelas la autorizaban a usar ese nom de guerre).
Todos nuestros intereses, separadamente, confluían en el convento y monasterio de San José. Los Freire, de hecho, habían comprado la propiedad que habíamos comenzado a transformar en hotelito boutique, porque recordaban con sentimentalismo las misas a las que en la capilla adyacente habían asistido, llevados por su abuela Manuela, muy devota de Santa Teresa de Ávila.
En mi caso, mi constitución enfermiza y mi salud siempre quebrantada me llevaron a interesarme por la historia de las enfermedades en Buenos Aires. El Carmelo de la calle Humberto Primo fue inaugurado el 19 de diciembre de 1881 y formaba parte del gran programa sanitario emprendido después del gran desastre de la Fiebre Amarilla, dado que en la formación original de las carmelas figuraban rudimentos de enfermería.
Los Rubenes, por su parte, acechaban el Convento en busca de informaciones sobre la bella gemela del Chino, que había desaparecido del convento a mediados de 2006 y que según sospechaba su hermano, había sido víctima de una red de prostitución alimentada por la Priora misma del convento.
Si bien “los Rubenes” era un grupo de bellos aprendices de albañiles, todos muy jóvenes y que respondían a ese nombre mayoritariamente, había un Rubén Alfa, al que todos ellos reportaban y al que secretamente odiaban, que tenía sus propios intereses en el convento de San José y, por lo tanto, en el Chez Freire en el que se asentaron, dado las vistas privilegiadas que desde las ventanas del hotelito teníamos de la fachada de la Iglesia y del patio conventual.
Con el correr del tiempo quedó claro que la relación entre los Rubenes y su jefe era más compleja de lo que parecía: reportaban a él y lo obedecían, pero a sus espaldas complotaban en su contra. El Chino (de una belleza casi sobrenatural) era quien más sufría sus abusos, decían, porque una vez al mes (más o menos) el Rubén Alfa sufría unos ataques de violencia que no sólo volcaba en el seno de su hogar (“le pega a la mujer”) sino sobre sus ayudantes, a los que había llegado incluso a someter sexualmente. Sobre todo al Chino, me decían, porque, digamé, quién no se culiaría... ¿Por qué no lo abandonaban? (cambiaba yo de tema). Imposible, imposible, decían. No se puede. Las cosas no funcionan de ese modo. Además, él sabía cosas que ellos necesitaban para su investigación sobre el paradero de la China.
Alertado por los Rubenes más jóvenes comencé a observar con nuevos ojos al Rubén Alfa y efectivamente noté sus esfuerzos por establecer contacto con las autoridades del convento. Cada vez que percibía un aleteo de hábitos en la vereda, bajaba a la calle con cualquier excusa y se ponía a conversar con las monjas (sabiendo que habían hecho voto de silencio, me pareció una obsesión ridícula, pero los hechos posteriores demostraron que a alguna había conseguido ablandar con sus torcidas palabras).
Mientras tanto, el Chino y sus compañeras,
con mi complicidad inquebrantable y asistidos por la Lic. Marlene Wayar, habían perfeccionado sus pericias amatorias nocturnas, cuando abandonaban sus trajes de peones y vestían las galas que las transformaban en las putas más solicitadas del barrio (¡tomaban turnos y estaban casi con la agenda llena!).¿Pero les daba resultados el asunto? (preguntaba yo, que no veía ni que su patrimonio personal se viera incrementado ni que avanzaran demasiado en sus pesquisas). Volvernos mujer nos sale caro, me decían, para justificar que no pudieran salir de pobres. Se habían gastado una pequeña fortuna en incontables sesiones de depilación definitiva, aunque nunca se habían caracterizado por su pilosidad ni en la cara ni en el resto de esos cuerpos morenos y fibrosos que yo había estado mirando con cierta lubricidad durante los ya dos largos veranos previos durante los cuales la obra de refacción del inmueble pareció volverse eterna por las maquinaciones de los Rubenes y el hartazgo de los hermanos Freire, que no sabían ya cómo ponerles límites.
En cuanto a lo segundo, a los hombres satisfechos carnalmente se les suelta la lengua, me decían, y ya habían establecido el
modus operandi de la red de trata que intentaban desbaratar, si es que no encontraban antes a la bella gemela del Chino, secuestrada del Convento (o, aunque yo me negara a creerlo, entregada por la misma Priora a cambio de quien sabe qué favores). La red involucraba a agentes policiales, naturalmente, pero también, y sobre todo, a personal del Correo Argentino que estaba sobre la Avenida San Juan, que había puesto sus vehículos para la distribución de correspondencia al servicio del traslado de las chicas secuestradas. Como en el barrio abundaban las inmigrantes indocumentadas (no era el caso de la China, que era argentina de varias generaciones), de ellas no quedaba rastro útil para las pesquisas. Rubén 2 (Rube) o Rubén 3 (Benito), así denominados por nosotros por su ubicación en la jerarquía de Rubenes, habían aportado el dato de que el proceso de abducción comenzaba cuando una de las indocumentadas recurría a la comisaría del barrio para establecer el domicilio que le permitiría gestionar el Documento Nacional de Identidad. Su posible cotización en el mercado de la trata era evaluado allí mismo por uno de los oficiales, que ponía en marcha el complejo engranaje de la siniestra maquinaria de esclavismo de la que formaba parte.¿Pero cómo pueden estar seguros?(dudaba yo, que no podía creer que sucedieran ante nuestros ojos ciegos de ciudadanos bienpensantes maniobras semejantes). Por un lado, me decían, hay que tener en cuenta el hecho de que la mayoría de las chicas dominicanas que han desaparecido del barrio habían concurrido a la comisaría. Y, por el otro, conocían perfectamente la capacidad de gasto del oficial Mertehikian, quien era el responsable de los trámites domiciliarios en la comisaría del barrio y al que habían tenido, ahíto de cocaína, culo para arriba, pidiendo más y más verga no ya de una de las Rubenas, sino de todas ellas, contratadas en grupo por lo menos dos veces al mes: sume usté (me decían, con un respeto que me conmovía) el costo de las bolsitas al de nuestros honorarios.... Esos gastos no puede permitírselos un oficial de la Federal.
¿No fueron a la Metropolitana? (yo pretendía poner orden en el desbarajuste legal que era la ciudad). ¡Son todos putos!, me contestaban moviendo la cabeza. Si vamos vestidos de peones, nos tratan como a negros. Y si vamos vestidas de putas nos sacan cagando porque les damos asco. ¡Habrá mujeres! (insistía yo). Peor, esas son lesbianas abolicionistas y seguro que nos mandan a una granja de reeducación (ignoraba la existencia de tales instituciones y sospechaba que mentían, sólo para poder seguir un juego que, finalmente, les había terminado gustando).
A comienzos de 2008, las pesquisas dieron resultados, y en coincidencia con la culminación de la obra del Chez Freire y su inauguración con una gran fiesta, las Rubenas me confirmaron que la China había sido “mandada” por la Priora del Convento al Carmelo de Santa Teresa de Jesús (el que había sido fundado en 1896 en el barrio de Almagro gracias a una generosa donación de Mercedes de Anchorena) para acompañar un envío de hábitos que se hizo gracias a la generosa colaboración del Correo Argentino. La China nunca llegó a destino y jamás volvió. Su desaparición no fue denunciada nunca, ni por las autoridades del Carmelo ni del Correo, lo que motivaba la sospecha de los Rubenes de que la Priora del convento estaba involucrada en la Red de Trata.


De la sospecha a la prueba hay un abismo (jurídico, pero también ético), lo que obligó a las Rubenas, durante todo el año 2008, a estrechar el cerco sobre la Iglesia de Sancte Joseph, enfrente del Chez Freire y a seguir aguantando los abusos verbales y físicos de Rubén Alfa hacia el Chino, dado que ya habían comprobado que sus servicios (como albañil y como jardinero) habían sido aceptados en la comunidad de Carmelas silenciosas (“cónyuges de un Dios crucificado”) y habían monitoreado sus movimientos irrestrictos, a veces solo y a veces acompañado de su sobrino, que yo no conocía porque no formaba parte de la cuadrilla de Rubenes, por los patios de la institución, con cámaras de seguridad instaladas en la terracita del quinto piso de la que ejercían usufructo.
Las Rubenas, cuyas maniobras nocturnas no eran del agrado ni de Rubén Alfa ni de las clausuradas del convento, pensaron que debieron aprovechar la oportunidad para entrar clandestinamente al lugar, asaltar los aposentos de la Priora, descubrir las pruebas que necesitaban para concluir con la investigación que habían emprendido y denunciar, ahora sí, los hechos al INADI.
Así lo hicieron y una noche de luna llena de comienzos de noviembre de 2008, agotada por tres veces la voracidad sexual del Rubén Alfa en el culo invalorable del Chino, le robaron, una vez dormido, las llaves del portón de entrada. El mismo Chino, una vez que dejó a su macho alfa dormido en el bulín del quinto piso del Chez Freire, Rube y Benito, entraron al convento y, sigilosamente, revisaron el despacho de la Priora y la gran Biblioteca adyacente, donde se guardaban todos los documentos de la historia de la institución.
Como además de leer con dificultad las Rubenas eran muy curiosas (de otro modo no se habrían involucrado en una investigación que se ramificaba tanto, en todas las direcciones), el escrutinio les llevó más tiempo del que suponían y los repiqueteos de las campanas de la Tercia las sorprendió todavía en el lugar, los maquillajes desarreglados (
¡Para qué se fueron montadas!) y los ojos irritados por la lectura a la luz de los celulares.
Sabían que ese día Rubén Alfa se había comprometido a podar una de las dos palmeras de la Iglesia y debían devolverle las llaves antes de que se despertara. El Chino dejó a las otras Rubenas ordenando el desbarajuste de papeles que habían hecho y corrió enfrente, para ponerle la llave en el bolsillo al durmiente que, incluso, tal vez, quisiera ponérsela una vez más, un mañanero.
Grande fue su sorpresa cuando encontró a Rubén Alfa ya trepado a la palmera, acompañado de su sobrino (
¡Se habían olvidado de poner llave al portón!) y todavía más cuando escuchó los gritos de Rube y de Benito, que taconeaban a través del patio gritándole que habían encontrado, habían encontrado, habían encontrado...
El griterío asustó a los podadores de palmera, quienes perdieron pie en las precarias posiciones en las que se encontraban y, como no habían sido provistos de herramientas adecuadas ni de elementos de seguridad para el trabajo en altura por la Priora, cayeron estrepitosamente al suelo. Ocho metros más abajo, la cabeza de Rubén Alfa dio contra un cantero y murió instantáneamente. Su sobrino se quebró la pierna derecha.
Tuve que intervenir. Los Rubenes habían encontrado dos archivos: uno que, efectivamente, documentaba la Red de Trata de la que la China y una larga lista de jóvenes dominicas habían sido víctimas y otro que nada tenía que ver con el caso, pero que me interesó vivamente, y que tenía como título en su portada “Informe Luisón”.
Convencí a los abogados intervinientes y a la Priora que descartaran los antecedentes y sencillamente pidieran condena por Homicidio Culposo (pena de $ 600.000 a cargo del Convento).
La sentencia salió, en los términos pactados, en 2011. Para ese entonces, las Rubenas ya habían rescatado a la China del casino de San Luis donde la tenían prisionera y yo ya estaba abocado al ordenamiento del “Informe Luisón”, en los pocos momentos en que mis múltiples tareas en el Chez Freire Grand Hotel me daban un respiro.

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