por Beatriz Sarlo para Perfil
Poco después del Juicio a las Juntas, una noche, Strassera
entró en un restaurante de la calle Talcahuano (un restaurante que ya
no existe). La gente que estaba allí lo aplaudió. El fiscal saludó
apenas, y encendió un cigarrillo, ya sentado a su mesa. Era la primera vez que yo asistía a algo así: que un fiscal fuera recibido como una celebridad. La época está muy lejos. Hace un mes, la muerte de un fiscal
movilizó a decenas de miles. Las noticias judiciales van a la primera
plana; los jueces se afanan por hacer conocer los avatares de sus
decisiones al periodismo bajo la forma del off o el on the record; los fiscales, por la fuerza o la debilidad de sus denuncias, han pasado a ser figuras públicas. Pero en 1985 la justicia no estaba bajo los reflectores como hoy.
El fiscal ya había pronunciado su alegato. Ya había dicho: “Señores
jueces: quiero renunciar expresamente a toda pretensión de originalidad
para cerrar esta requisitoria. Quiero utilizar una frase que no me
pertenece, porque pertenece ya a todo el pueblo argentino. Señores jueces: Nunca más”.
Son palabras que podríamos recitar de memoria, pero que Strassera
pronunció por primera vez. El Juicio a las Juntas militares había
terminado con condenas y ese acto de justicia nos ofrecía una razón valedera, por lo menos una, para sentir orgullo patriótico.
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