Por Daniel Link para Perfil
La curiosidad de Rafael Spregelburd lo
llevó, hace unas semanas, hasta un Diccionario Latinoamericano de la
Lengua Española lanzado por la Universidad de Tres de Febrero (puede
usarse en http://untref.edu.ar/diccionario/),
de cuyo diseño y puesta en línea participé.
En poco menos de un mes, el Diccionario
tuvo miles de visitas, cuenta ya con un repertorio de 380 palabras y
debates implícitos que se dejan leer en la votación de los usuarios
(pulgar para arriba/ pulgar para abajo).
Una de las características del
Diccionario es que quien ingresa una definición debe decidir también
una valoración del término definido (si considera que la palabra es
técnica, humorística o despectiva) y un registro específico para
su uso (el ámbito familiar, estudiantil, literario o juvenil,
digamos). Bien pronto nos dimos cuenta de que nos faltaban
marcadores. Por ejemplo: ¿por qué no están los Estados Unidos en
la lista desplegable de países a elegir? Después de todo el español es la
segunda lengua de los Estados Unidos y es difícil e injusto
atribuir una palabra usada allí a los países de origen de los
migrantes, porque muchas veces el término es propio de esa babel
lingüística efecto de la
migración masiva.
En cuanto a la valoración, las polémicas en las que se vio envuelta la Real Academia Española a
propósito de los usos sexistas del lenguaje (“Sin léxico sexista
no se podría hablar”, dijo un académico) nos alertaron sobre ese
marcador: nos gustaría saber si los hablantes son conscientes de la
fuerza discriminatoria de las palabras que utilizan (“presidenta”,
por ejemplo). Pedimos, por lo tanto, que se incorporara la etiqueta
“sexista” a las posibilidades de valoración.
Con los registros el asunto se complica
porque la lista puede ser infinita: “invisibilizar”, un término
que ya puede encontrarse en muchos papers académicos, fue en
principio una (horrible) palabra del registro “periodístico”. Y
la mayoría de las diferencias que los hablantes latinoamericanos
encuentran en sus léxicos tienen que ver con la denominación de
plantas y animales comestibles, es decir, con el registro culinario
(“boniato” es nuestra “batata”, y así sucesivamente). El
periodismo (que es tal vez el registro de prosa más atado a los
vaivenes del presente) y la cocina son enormes calderos de invención
terminológica y merecían tener una etiqueta propia.
Y después están las minorías, el
famoso diez por ciento. No los que pagamos impuesto a las ganancias,
sino los que sostienen la disidencia sexual, al apartarse de la
heteronormatividad. ¿Tienen su propio vocabulario? Agregamos un
marcador, para averigüarlo. “Rural”, sin embargo, no será nunca
un registro de este diccionario, porque suponemos que los medios han
acabado con la diferencia respecto de “urbano”, y “político”
tampoco: sabido es que en ese registro las palabras son indefinibles
o quieren decir cosas siempre diferentes, según las circunstancias.
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