Quisiera comenzar
esta celebración de Desmonte, la última novela de Gabriela
Massuh, con un agradecimiento y una jactancia personal.
El agradecimiento
es para Adriana Hidalgo, que nos regaló el placer, inusitado en
estos tiempos, de una novela que nos da qué pensar (y no quisiera
liberar a esta clásula de toda la ambigüedad que encierra).
En cuanto a la
jactancia personal, Gabriela una vez me dijo (y lo repitió en una
entrevista para Página/12, si no recuerdo mal), lo mucho que
debía a mis libros, que la autorizaron a publicar los suyos. Yo, que
no suelo caer en las trampas de la autocomplacencia, entendí a la
perfección lo que eso quería decir: si vos publicás “esto”
(agréguense cuantas comillas se quiera) bien puede cualquiera
publicar lo que le venga en gana. De modo que de pronto mis
novelitas, de escaso mérito salvo para mí, adquirían una propiedad
fija, un valor (podría decirse) inconmovible: habían desencadenado
las novelas de Gabriela Massuh.
¿Cómo no iba yo a
ser feliz cuando leí La intemperie que es (al menos para mí)
la mejor novela de la crisis argentina y una de las mejores de lo que
va del siglo? ¿O cuando leí La omisión, la segunda novela
de Gabriela? Digan lo que quieran de mis libros, pero sepan que son,
por lo menos, una de las condiciones de posibilidad de Gabriela.
Ahora tenemos entre
nosotros Desmonte, una novela que aparece en el momento justo
(al final de una era desquiciada), y que recupera el proyecto de
Gabriela Massuh: volver a contar, abrirse al mundo e incluso amar
desesperadamente el mundo y el presente, porque, nos había advertido
Gabriela cuando apareció La omisión, “necesito que lo que
escribo se abra al mundo y se ventile”.
Desmonte es
una novela cuya estructura está sostenida, como en un cuarteto de
cámara, en cuatro cuerdas (que aluden además a cuatro tiempos): la
cuerda propiamente literaria, donde se discute con Borges, Carlos
Argentino Daneri y con César Aira una cierta concepción de la
literatura, una idea de “campo literario” podría decirse; la
cuerda regionalista, que relaciona la novela con una de las grandes
corrientes de la narrativa latinoamericana, sepultada por la
tecnificación narrativa de los años sesenta y sus ideologías
metropolitanas, pero que sobrevivió todavía en algunas novelas del
boom; la cuerda intimista, que examina hasta sus últimas
consecuencias una conciencia atormentada, la de la protagonista; y la
cuerda comunitaria, que trata de encontrar respuesta a la
aniquilación total de las comunidades, no sólo las comunidades
rurales, cuya agonía se deja oir en la segunda cuerda, sino la
comunidad familiar, la comunidad amorosa y, en particular, de manera
obsesiva, la comunidad de los ausentes. Ésa es la cuerda más
sombría de toda la novela; la del regionalismo, con su lamento
fúnebre por la destrucción de los paisajes (los paisajes que
Gabriela y yo amamos con la misma intensidad) es la más grave; la
cuerda intimista es la más aguda: chirría y está todo el tiempo a
punto de quebrarse, y la cuerda literaria es la más brillante, la
que va escandiendo los contratiempos de las otras.
El resultado es una
textura contaminada, como le gusta a Gabriela, cuyos bordes precarios
se difuminan, como se difuminan lo testimonial y lo ficcional, lo
propio y lo ajeno, la ficción y la vida. No hay cortes nítidos,
sino umbrales de indiferenciación: el final es abierto, porque así
es la vida, y muchos de sus pormenores son previsibles, porque,
después de todo, la vida es también así y de lo que se trata es de
sostener lo viviente en un instante de peligro que nunca fue tan
grave como ahora.
La intemperie
ya había cruzado con gran delicadeza los hilos de lo íntimo y de lo
público, trenzando en un mismo proceso el desmoronamiento del
Estado, del arte y de una conciencia. Más distanciada (porque está
narrada en tercera persona), Desmonte agrega planos, ensancha
el mundo, describe, sostiene diálogos, desarrolla todo el aparato
novelístico que los demás escritores, por pereza o por incapacidad, decretamos
caduco, denuncia la destrucción de la tierra y de la yunga con la
complicidad de los caciques provinciales (recuerden que en las
últimas décadas, Argentina perdió el 20 % de sus reservas
forestales a un ritmo que coloca al país a la cabeza de los procesos
de desmonte), el arrebatamiento de lo vivo y la producción en masa
de miseria, canta la canción de la tierra y lo hace desde el corazón
mismo de un campo literario que parece haber renunciado a su
capacidad para intervenir en los asuntos de este mundo: novela de la
tierra, novela de conciencia, novela de comunidad, novela realista.
Todo eso y mucho
más es Desmonte porque, ahora que me doy cuenta, he entrado
en esa majestuosa novela por una puerta que estaba abierta sólo para
mí.
Ahora, voy a
cerrarla.
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